domingo, 15 de enero de 2017

Rimbaud psicodélico

Las vocales

Carta del Vidente (fragmento) / Arthur Rimbaud El primer objeto de estudio del hombre que quiere ser poeta es su propio conocimiento, completo; se busca el alma, la inspecciona, la prueba, la aprende. Cuando ya se la sabe, tiene que cultivarla; lo cual parece fácil: en todo cerebro se produce un desarrollo natural; tantos egoístas se proclaman autores; ¡hay otros muchos que se atribuyen su progreso intelectual! — Pero de lo que se trata es de hacer monstruosa el alma: ¡a la manera de los comprachicos, vaya! Imagínese un hombre que se implanta verrugas en la cara y se las cultiva. Digo que hay que ser vidente, hacerse vidente. El poeta se hace vidente por un largo, inmenso y razonado desarreglo de todos los sentidos. Todas las formas de amor, de sufrimiento, de locura; busca por sí mismo, agota en sí todos los venenos, para no quedarse sino con sus quintaesencias. Inefable tortura en la que necesita de toda la fe, de toda la fuerza sobrehumana, por la que se convierte entre todos en el enfermo grave, el gran criminal, el gran maldito, — ¡y el supremo Sabio! — ¡Porque alcanza lo desconocido! ¡Porque se ha cultivado el alma, ya rica, más que ningún otro! Alcanza lo desconocido y, aunque, enloquecido, acabara perdiendo la inteligencia de sus visiones, ¡no dejaría de haberlas visto! Que reviente saltando hacia cosas inauditas o innombrables: ya vendrán otros horribles trabajadores; empezarán a partir de los horizontes en que el otro se haya desplomado.


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Infancia, de Iluminaciones

En el bosque hay un pájaro, su canto os detiene y ruboriza.
Hay un reloj que no suena.
Hay una hondonada con un nido de bestias blancas.
Hay una catedral que desciende y un lago que sube.
Hay un pequeño carruaje abandonado en la espesura que baja corriendo por el sendero, lleno de cintas.
Hay una banda de cómicos en trajes de teatro, percibidos en el camino a través de los confines del bosque.
Hay, en fin, cuando uno tiene hambre y sed, alguien que os expulsa.
(...)




Soy el santo, en oración en la terraza, cuando las bestias llegan hasta el mar de Palestina.
Soy el sabio en el sillón sombrío. Las ramas y la lluvia golpean la ventana de la biblioteca.
Soy el caminante de la ancha carretera entre los bosques enanos; el rumor de las esclusas cubre mis pasos. Por largo tiempo veo la melancólica lejía del poniente.
Sería gustoso el niño abandonado en el muelle que partió hacia la alta mar, el pajecillo que sigue la alameda cuya frente toca el cielo.
Los senderos son ásperos. Los montículos se cubren de retamas. El aire está inmóvil. ¡Que lejos los pájaros y las fuentes! Tiene que ser el fin del mundo, si avanzamos.


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Rimbaud   psicodélico



un pájaro; su canto os detiene y os hace sonrojar.

Hay un reloj que no suena.

Hay un hoyo con un nido de animales blancos.

Hay una catedral que baja y un lago que sube.

Hay un cochecito abandonado en el bosquecillo, o que desciende por el sendero corriendo, adornado con cintas.

Hay una compañía de pequeños comediantes con trajes de escena, divisados en el camino por entre la linde del bosque.

Hay en fin, cuando se tiene hambre y sed, alguien que os echa.

Poema “Infancia” de Iluminaciones
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Vocales

A negro, E blanco, I rojo, U verde, O azul: vocales 
algún día diré vuestro nacer latente: 
negro corsé velludo de moscas deslumbrantes, 
A, al zumbar en tomo a atroces pestilencias,
calas de umbría; E, candor de pabellones
y naves, hielo altivo, reyes blancos, ombelas 
que tiemblan. I, escupida sangre, risa de ira 
en labio bello, en labio ebrio de penitencia;

U, ciclos, vibraciones divinas, verdes mares,
paz de pastos sembrados de animales, de surcos
que la alquimia ha grabado en las frentes que estudian.
O, Clarín sobrehumano preñado de estridencias 
extrañas y silencios que cruzan Mundos y Ángeles: 
O, Omega, fulgor violeta de Sus Ojos.
 






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Soy el santo, en oración en la terraza, cuando las bestias llegan hasta el mar de Palestina. 
Soy el sabio en el sillón sombrío. Las ramas y la lluvia golpean la ventana de la biblioteca. 
Soy el caminante de la ancha carretera entre los bosques enanos; el rumor de las esclusas cubre mis pasos. Por largo tiempo veo la melancólica lejía del poniente. 
Sería gustoso el niño abandonado en el muelle que partió hacia la alta mar, el pajecillo que sigue la alameda cuya frente toca el cielo. 
Los senderos son ásperos. Los montículos se cubren de retamas. El aire está inmóvil. ¡Que lejos los pájaros y las fuentes! Tiene que ser el fin del mundo, si avanzamos.


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