domingo, 17 de diciembre de 2023

Cuentos /Microrrelatos de Navidad




Microrrelatos de Navidad


Navidad Literaria


MICRORRELATOS DE NAVIDAD




l final de la infancia

Ginés Cutillas (España)

En el colegio lo tenían claro: los regalos de Navidad eran cosa de los padres. Pablito decía que no, que en su casa era Papá Noel quien traía los regalos en Nochebuena. Estaba tan seguro que los apostó todos con los amigos.

Aquella noche, agazapado tras el árbol, esperó con la pistola de su padre entre las manos a que apareciera un año más el hombre de rojo. Sonreía mientras imaginaba la cara de sus compañeros al día siguiente delante de los calcetines vacíos.






NAVIDAD LITERARIA


Estampa de Navidad 


La noche. Cuánta luz.
                                   Y todos vamos,
cargados de juguetes o de joyas,
cruzando una ciudad multicolor y helada
cubierta con racimos de bombillas
azules, verdes, rojas,
                                   que dibujan
la serpiente eléctrica de las lentejuelas de oro frío
en la tirantez aterida del aire.

En los escaparates brilla
la sombra luminosa de otros escaparates
y la desordenada sombra de un mendigo,
y los niños mantienen los ojos muy abiertos.

(El tren y las espadas. Las estrellas.
La nave intergaláctica y la luna.
La muñeca habladora
                                   y esa nieve
que cae sin cesar
sobre la tumba inmortal de nuestra infancia.)

Cuánta luz,
                       desgranada como un confeti
sobre estas alegres calles
por las que todos vamos como brujos felices,
cargados de mortalidad y de regalos.


F.B.R.
(Del libro Escaparate de venenos, Tusquets Editores, 2000)




Y todos vamos
Cargados de




En los escaparates brilla





El tren








sobre estas alegres calles

por las que todos vamos como

cargados de

 






Cuento de Navidad     Ray Bradbury

El día siguiente sería Navidad y, mientras los tres se dirigían a la estación de naves espaciales, el padre y la madre estaban preocupados. Era el primer vuelo que el niño realizaría por el espacio, su primer viaje en cohete, y deseaban que fuera lo más agradable posible. Cuando en la aduana los obligaron a dejar el regalo porque excedía el peso máximo por pocas onzas, al igual que el arbolito con sus hermosas velas blancas, sintieron que les quitaban algo muy importante para celebrar esa fiesta. El niño esperaba a sus padres en la terminal. Cuando estos llegaron, murmuraban algo contra los oficiales interplanetarios.

-¿Qué haremos?

-Nada, ¿qué podemos hacer?

-¡Al niño le hacía tanta ilusión el árbol!

La sirena aulló, y los pasajeros fueron hacia el cohete de Marte. La madre y el padre fueron los últimos en entrar. El niño iba entre ellos, pálido y silencioso.

-Ya se me ocurrirá algo -dijo el padre.

-¿Qué…? -preguntó el niño.

El cohete despegó y se lanzó hacia arriba al espacio oscuro. Lanzó una estela de fuego y dejó atrás la Tierra, un 24 de diciembre de 2052, para dirigirse a un lugar donde no había tiempo, donde no había meses, ni años, ni horas. Los pasajeros durmieron durante el resto del primer “día”. Cerca de medianoche, hora terráquea según sus relojes neoyorquinos, el niño despertó y dijo:

-Quiero mirar por el ojo de buey.

-Todavía no -dijo el padre-. Más tarde.

-Quiero ver dónde estamos y a dónde vamos.

-Espera un poco -dijo el padre.

El padre había estado despierto, volviéndose a un lado y a otro, pensando en la fiesta de Navidad, en los regalos y en el árbol con sus velas blancas que había tenido que dejar en la aduana. Al fin creyó haber encontrado una idea que, si daba resultado, haría que el viaje fuera feliz y maravilloso.

-Hijo mío -dijo-, dentro de medía hora será Navidad.

-Oh -dijo la madre, consternada; había esperado que de algún modo el niño lo olvidaría. El rostro del pequeño se iluminó; le temblaron los labios.

-Sí, ya lo sé. ¿Tendré un regalo? ¿Tendré un árbol? Me lo prometieron.

-Sí, sí. todo eso y mucho más -dijo el padre.

-Pero… -empezó a decir la madre.

-Sí -dijo el padre-. Sí, de veras. Todo eso y más, mucho más. Perdón, un momento. Vuelvo pronto.

Los dejó solos unos veinte minutos. Cuando regresó, sonreía.

-Ya es casi la hora.

-¿Me prestas tu reloj? -preguntó el niño.

El padre le prestó su reloj. El niño lo sostuvo entre los dedos mientras el resto de la hora se extinguía en el fuego, el silencio y el imperceptible movimiento del cohete.

-¡Navidad! ¡Ya es Navidad! ¿Dónde está mi regalo?

-Ven, vamos a verlo -dijo el padre, y tomó al niño de la mano.

Salieron de la cabina, cruzaron el pasillo y subieron por una rampa. La madre los seguía.

-No entiendo.

-Ya lo entenderás -dijo el padre-. Hemos llegado.

Se detuvieron frente a una puerta cerrada que daba a una cabina. El padre llamó tres veces y luego dos, empleando un código. La puerta se abrió, llegó luz desde la cabina, y se oyó un murmullo de voces.

-Entra, hijo.

-Está oscuro.

-No tengas miedo, te llevaré de la mano. Entra, mamá.

.........


-----------------------------------

Inventa un final

.......



Entraron en el cuarto y la puerta se cerró; el cuarto realmente estaba muy oscuro. Ante ellos se abría un inmenso ojo de vidrio, el ojo de buey, una ventana de metro y medio de alto por dos de ancho, por la cual podían ver el espacio. El niño se quedó sin aliento, maravillado. Detrás, el padre y la madre contemplaron el espectáculo, y entonces, en la oscuridad del cuarto, varias personas se pusieron a cantar.

-Feliz Navidad, hijo -dijo el padre.

Resonaron los viejos y familiares villancicos; el niño avanzó lentamente y aplastó la nariz contra el frío vidrio del ojo de buey. Y allí se quedó largo rato, simplemente mirando el espacio, la noche profunda y el resplandor, el resplandor de cien mil millones de maravillosas velas blancas.

FIN




MÁS CUENTOS DE RAY BRADBURY
MÁS CUENTOS DE RAY BRADBURY
NOCHEBUENA
Eduardo Galeano
Fernando Silva dirige el hospital de niños, en Managua.
En vísperas de Navidad, se quedó trabajando hasta muy tarde. Ya estaban sonando los cohetes, y empezaban los fuegos artificiales a iluminar el cielo, cuando Fernando decidió marcharse. En su casa lo esperaban para festejar. Hizo una última recorrida por las salas, viendo si todo quedaba en orden, y en eso estaba cuando sintió que unos pasos lo seguían. Unos pasos de algodón: se volvió y descubrió que uno de los enfermitos le andaba detrás. En la penumbra, lo reconoció. Era un niño que estaba solo. Fernando reconoció su cara ya marcada por la muerte y esos ojos que pedían disculpas o quizá pedía permiso.
Fernando se acercó y el niño lo rozó con la mano:
–Decile a… –susurró el niño–. Decile a alguien, que yo estoy aquí.
[De El libro de los abrazos]

martes, 12 de diciembre de 2023

villancicos diferentes

 




Villancicos

Cuentos navideños

 

Cuentos de navidad






PAUL AUSTER: CUENTO DE NAVIDAD DE AUGGIE WREN (TEXTO)


EL CUENTO DE NAVIDAD DE AUGGIE WREN
Tomado de Smoke & Blue in the face
Le oí este cuento a Auggie Wren. Dado que Auggie no queda demasiado bien en él, por lo menos no todo lo bien que a él le habría gustado, me pidió que no utilizara su verdadero nombre. Aparte de eso, toda la historia de la cartera perdida, la anciana ciega y la comida de Navidad es exactamente como él me la contó.
Auggie y yo nos conocemos desde hace casi once años. Él trabaja detrás del mostrador de un estanco en la calle Court, en el centro de Brooklyn, y como es el único estanco que tiene los puritos holandeses que a mí me gusta fumar, entro allí bastante a menudo. Durante mucho tiempo apenas pensé en Auggie Wren. Era el extraño hombrecito que llevaba una sudadera azul con capucha y me vendía puros y revistas, el personaje pícaro y chistoso que siempre tenía algo gracioso que decir acerca del tiempo, de los Mets o de los políticos de Washington, y nada más.
Pero luego, un día, hace varios años, él estaba leyendo una revista en la tienda cuando casualmente tropezó con la reseña de un libro mío. Supo que era yo porque la reseña iba acompañada de una fotografía, y a partir de entonces las cosas cambiaron entre nosotros. Yo ya no era simplemente un cliente más para Auggie, me había convertido en una persona distinguida. A la mayoría de la gente le importan un comino los libros y los escritores, pero resultó que Auggie se consideraba un artista. Ahora que había descubierto el secreto de quién era yo, me adoptó como a un aliado, un confidente, un camarada. A decir verdad, a mí me resultaba bastante embarazoso. Luego, casi inevitablemente, llegó el momento en que me preguntó si estaría yo dispuesto a ver sus fotografías. Dado su entusiasmo y buena voluntad, no parecía que hubiera manera de rechazarle.
Dios sabe qué esperaba yo. Como mínimo, no era lo que Auggie me enseñó al día siguiente. En una pequeña trastienda sin ventanas abrió una caja de cartón y sacó doce álbumes de fotos negros e idénticos. Dijo que aquélla era la obra de su vida, y no tardaba más de cinco minutos al día en hacerla. Todas las mañanas durante los últimos doce años se había detenido en la esquina de la Avenida Atlantic y la calle Clinton exactamente a las siete y había hecho una sola fotografía en color de exactamente la misma vista. El proyecto ascendía ya a más de cuatro mil fotografías. Cada álbum representaba un año diferente y todas las fotografías estaban dispuestas en secuencia, desde el 1 de enero hasta el 31 de diciembre, con las fechas cuidadosamente anotadas debajo de cada una.
Mientras hojeaba los álbumes y empezaba a estudiar la obra de Auggie, no sabía qué pensar. Mi primera impresión fue que se trataba de la cosa más extraña y desconcertante que había visto nunca. Todas las fotografías eran iguales. Todo el proyecto era un curioso ataque de repetición que te dejaba aturdido, la misma calle y los mismos edificios una y otra vez, un implacable delirio de imágenes redundantes. No se me ocurría qué podía decirle a Auggie; así que continué pasando las páginas, asintiendo con la cabeza con fingida apreciación. Auggie parecía sereno, mientras me miraba con una amplia sonrisa en la cara, pero cuando yo llevaba ya varios minutos observando las fotografías, de repente me interrumpió y me dijo:
—Vas demasiado deprisa. Nunca lo entenderás si no vas más despacio.
Tenía razón, por supuesto. Si no te tomas tiempo para mirar, nunca conseguirás ver nada. Cogí otro álbum y me obligué a ir más pausadamente. Presté más atención a los detalles, me fijé en los cambios en las condiciones meteorológicas, observé las variaciones en el ángulo de la luz a medida que avanzaban las estaciones. Finalmente pude detectar sutiles diferencias en el flujo del tráfico, prever el ritmo de los diferentes días (la actividad de las mañanas laborables, la relativa tranquilidad de los fines de semana, el contraste entre los sábados y los domingos). Y luego, poco a poco, empecé a reconocer las caras de la gente en segundo plano, los transeúntes camino de su trabajo, las mismas personas en el mismo lugar todas las mañanas, viviendo un instante de sus vidas en el objetivo de la cámara de Auggie.
Una vez que llegué a conocerles, empecé a estudiar sus posturas, la diferencia en su porte de una mañana a la siguiente, tratando de descubrir sus estados de ánimo por estos indicios superficiales, como si pudiera imaginar historias para ellos, como si pudiera penetrar en los invisibles dramas encerrados dentro de sus cuerpos. Cogí otro álbum. Ya no estaba aburrido ni desconcertado como al principio. Me di cuenta de que Auggie estaba fotografiando el tiempo, el tiempo natural y el tiempo humano, y lo hacía plantándose en una minúscula esquina del mundo y deseando que fuera suya, montando guardia en el espacio que había elegido para sí. Mirándome mientras yo examinaba su trabajo, Auggie continuaba sonriendo con gusto. Luego, casi como si hubiera estado leyendo mis pensamientos, empezó a recitar un verso de Shakespeare.
—Mañana y mañana y mañana —murmuró entre dientes—, el tiempo avanza con pasos menudos y cautelosos.
Comprendí entonces que sabía exactamente lo que estaba haciendo.
Eso fue hace más de dos mil fotografías. Desde ese día Auggie y yo hemos comentado su obra muchas veces, pero hasta la semana pasada no me enteré de cómo había adquirido su cámara y empezado a hacer fotos. Ése era el tema de la historia que me contó, y todavía estoy esforzándome por entenderla.
A principios de esa misma semana me había llamado un hombre del New York Times y me había preguntado si querría escribir un cuento que aparecería en el periódico el día de Navidad. Mi primer impulso fue decir que no, pero el hombre era muy persuasivo y amable, y al final de la conversación le dije que lo intentaría. En cuanto colgué el teléfono, sin embargo, caí en un profundo pánico. ¿Qué sabía yo sobre la Navidad?, me pregunté. ¿Qué sabía yo de escribir cuentos por encargo?
Pasé los siguientes días desesperado; guerreando con los fantasmas de Dickens, O. Henry y otros maestros del espíritu de la Natividad. Las propias palabras “cuento de Navidad” tenían desagradables connotaciones para mí, en su evocación de espantosas efusiones de hipócrita sensiblería y melaza. Ni siquiera los mejores cuentos de Navidad eran otra cosa que sueños de deseos, cuentos de hadas para adultos, y por nada del mundo me permitiría escribir algo así. Sin embargo, ¿cómo podía nadie proponerse escribir un cuento de Navidad que no fuera sentimental? Era una contradicción en los términos, una imposibilidad, una paradoja. Sería como tratar de imaginar un caballo de carreras sin patas o un gorrión sin alas.
No conseguía nada. El jueves salí a dar un largo paseo, confiando en que el aire me despejaría la cabeza. Justo después del mediodía entré en el estanco para reponer mis existencias, y allí estaba Auggie, de pie detrás del mostrador, como siempre. Me preguntó cómo estaba. Sin proponérmelo realmente, me encontré descargando mis preocupaciones sobre él.
—¿Un cuento de Navidad? —dijo él cuando yo hube terminado. ¿Sólo es eso? Si me invitas a comer, amigo mío, te contaré el mejor cuento de Navidad que hayas oído nunca. Y te garantizo que hasta la última palabra es verdad.
Fuimos a Jack’s, un restaurante angosto y ruidoso que tiene buenos sandwiches de pastrami y fotografías de antiguos equipos de los Dodgers colgadas de las paredes. Encontramos una mesa al fondo, pedimos nuestro almuerzo y luego Auggie se lanzó a contarme su historia.
—Fue en el verano del setenta y dos —dijo. Una mañana entró un chico y empezó a robar cosas de la tienda. Tendría unos diecinueve o veinte años, y creo que no he visto en mi vida un ratero de tiendas más patético. Estaba de pie al lado del expositor de periódicos de la pared del fondo, metiéndose libros en los bolsillos del impermeable. Había mucha gente junto al mostrador en aquel momento, así que al principio no le vi. Pero cuando me di cuenta de lo que estaba haciendo, empecé a gritar. Echó a correr como una liebre, y cuando yo conseguí salir de detrás del mostrador, él ya iba como una exhalación por la avenida Atlantic. Le perseguí más o menos media manzana, y luego renuncié. Se le había caído algo, y como yo no tenía ganas de seguir corriendo me agaché para ver lo que era.
Resultó que era su cartera. No había nada de dinero, pero sí su carné de conducir junto con tres o cuatro fotografías. Supongo que podría haber llamado a la poli para que le arrestara. Tenía su nombre y dirección en el carné, pero me dio pena. No era más que un pobre desgraciado, y cuando miré las fotos que llevaba en la cartera, no fui capaz de enfadarme con él. Robert Goodwin. Así se llamaba. Recuerdo que en una de las fotos estaba de pie rodeando con el brazo a su madre o abuela. En otra estaba sentado a los nueve o diez años vestido con un uniforme de béisbol y con una gran sonrisa en la cara. No tuve valor. Me figuré que probablemente era drogadicto. Un pobre chaval de Brooklyn sin mucha suerte, y, además, ¿qué importaban un par de libros de bolsillo?
Así que me quedé con la cartera. De vez en cuando sentía el impulso de devolvérsela, pero lo posponía una y otra vez y nunca hacía nada al respecto. Luego llega la Navidad y yo me encuentro sin nada que hacer. Generalmente el jefe me invita a pasar el día en su casa, pero ese año él y su familia estaban en Florida visitando a unos parientes. Así que estoy sentado en mi piso esa mañana compadeciéndome un poco de mí mismo, y entonces veo la cartera de Robert Goodwin sobre un estante de la cocina. Pienso qué diablos, por qué no hacer algo bueno por una vez, así que me pongo el abrigo y salgo para devolver la cartera personalmente.
La dirección estaba en Boerum Hill, en las casas subvencionadas. Aquel día helaba, y recuerdo que me perdí varias veces tratando de encontrar el edificio. Allí todo parece igual, y recorres una y otra vez la misma calle pensando que estás en otro sitio. Finalmente encuentro el apartamento que busco y llamo al timbre. No pasa nada. Deduzco que no hay nadie, pero lo intento otra vez para asegurarme. Espero un poco más y, justo cuando estoy a punto de marcharme, oigo que alguien viene hacia la puerta arrastrando los pies. Una voz de vieja pregunta quién es, y yo contesto que estoy buscando a Robert Goodwin.
—¿Eres tú, Robert? —dice la vieja, y luego descorre unos quince cerrojos y abre la puerta.
Debe tener por lo menos ochenta años, quizá noventa, y lo primero que noto es que es ciega.
—Sabía que vendrías, Robert —dice—. Sabía que no te olvidarías de tu abuela Ethel en Navidad.
Y luego abre los brazos como si estuviera a punto de abrazarme.
Yo no tenía mucho tiempo para pensar, ¿comprendes? Tenía que decir algo deprisa y corriendo, y antes de que pudiera darme cuenta de lo que estaba ocurriendo, oí que las palabras salían de mi boca.
—Está bien, abuela Ethel —dije—. He vuelto para verte el día de Navidad.
No me preguntes por qué lo hice. No tengo ni idea. Puede que no quisiera decepcionarla o algo así, no lo sé. Simplemente salió así y de pronto, aquella anciana me abrazaba delante de la puerta y yo la abrazaba a ella.
No llegué a decirle que era su nieto. No exactamente, por lo menos, pero eso era lo que parecía. Sin embargo, no estaba intentando engañarla. Era como un juego que los dos habíamos decidido jugar, sin tener que discutir las reglas. Quiero decir que aquella mujer sabía que yo no era su nieto Robert. Estaba vieja y chocha, pero no tanto como para no notar la diferencia entre un extraño y su propio nieto. Pero la hacía feliz fingir, y puesto que yo no tenía nada mejor que hacer, me alegré de seguirle la corriente.
Así que entramos en el apartamento y pasamos el día juntos. Aquello era un verdadero basurero, podría añadir, pero ¿qué otra cosa se puede esperar de una ciega que se ocupa ella misma de la casa? Cada vez que me preguntaba cómo estaba yo le mentía. Le dije que había encontrado un buen trabajo en un estanco, le dije que estaba a punto de casarme, le conté cien cuentos chinos, y ella hizo como que se los creía todos.
—Eso es estupendo, Robert —decía, asintiendo con la cabeza y sonriendo. Siempre supe que las cosas te saldrían bien.
Al cabo de un rato, empecé a tener hambre. No parecía haber mucha comida en la casa, así que me fui a una tienda del barrio y llevé un montón de cosas. Un pollo precocinado, sopa de verduras, un recipiente de ensalada de patatas, pastel de chocolate, toda clase de cosas. Ethel tenía un par de botellas de vino guardadas en su dormitorio, así que entre los dos conseguimos preparar una comida de Navidad bastante decente. Recuerdo que los dos nos pusimos un poco alegres con el vino, y cuando terminamos de comer fuimos a sentarnos en el cuarto de estar, donde las butacas eran más cómodas. Yo tenía que hacer pis, así que me disculpé y fui al cuarto de baño que había en el pasillo. Fue entonces cuando las cosas dieron otro giro. Ya era bastante disparatado que hiciera el numerito de ser el nieto de Ethel, pero lo que hice luego fue una verdadera locura, y nunca me he perdonado por ello.
Entro en el cuarto de baño y, apiladas contra la pared al lado de la ducha, veo un montón de cámaras, seis o siete, de treinta y cinco milímetros, completamente nuevas, aún en sus cajas, mercancía de primera calidad. Deduzco que eso es obra del verdadero Robert, un sitio donde almacenar botín reciente. Yo no había hecho una foto en mi vida, y ciertamente nunca había robado nada, pero en cuanto veo esas cámaras en el cuarto de baño, decido que quiero una para mí. Así de sencillo. Y, sin pararme a pensarlo, me meto una de las cajas bajo el brazo y vuelvo al cuarto de estar.
No debí ausentarme más de unos minutos, pero en ese tiempo la abuela Ethel se había quedado dormida en su butaca. Demasiado Chianti, supongo. Entré en la cocina para fregar los platos y ella siguió durmiendo a pesar del ruido, roncando como un bebé. No parecía lógico molestarla, así que decidí marcharme. Ni siquiera podía escribirle una nota de despedida, puesto que era ciega y todo eso, así que simplemente me fui. Dejé la cartera de su nieto en la mesa, cogí la cámara otra vez y salí del apartamento. Y ése es el final de la historia.
—¿Volviste alguna vez? —le pregunté.
—Una sola —contestó. Unos tres o cuatro meses después. Me sentía tan mal por haber robado la cámara que ni siquiera la había usado aún. Finalmente tomé la decisión de devolverla, pero la abuela Ethel ya no estaba allí. No sé qué le había pasado, pero en el apartamento vivía otra persona y no sabía decirme dónde estaba ella.
—Probablemente había muerto.
—Sí, probablemente.
—Lo cual quiere decir que pasó su última Navidad contigo.
—Supongo que sí. Nunca se me había ocurrido pensarlo.
—Fue una buena obra, Auggie. Hiciste algo muy bonito por ella.
—Le mentí y luego le robé. No veo cómo puedes llamarle a eso una buena obra.
—La hiciste feliz. Y además la cámara era robada. No es como si la persona a quien se la quitaste fuese su verdadero propietario.
—Todo por el arte, ¿eh, Paul?
—Yo no diría eso. Pero por lo menos le has dado un buen uso a la cámara.
—Y ahora tienes un cuento de Navidad, ¿no?
—Sí —dije—. Supongo que sí.
Hice una pausa durante un momento, mirando a Auggie mientras una sonrisa malévola se extendía por su cara. Yo no podía estar seguro, pero la expresión de sus ojos en aquel momento era tan misteriosa, tan llena del resplandor de algún placer interior, que repentinamente se me ocurrió que se había inventado toda la historia. Estuve a punto de preguntarle si se había quedado conmigo, pero luego comprendí que nunca me lo diría. Me había embaucado, y eso era lo único que importaba. Mientras haya una persona que se la crea, no hay ninguna historia que no pueda ser verdad.
—Eres un as, Auggie —dije—. Gracias por ayudarme.
—Siempre que quieras —contestó él, mirándome aún con aquella luz maníaca en los ojos. Después de todo, si no puedes compartir tus secretos con los amigos, ¿qué clase de amigo eres?
—Supongo que estoy en deuda contigo.
—No, no. Simplemente escríbela como yo te la he contado y no me deberás nada.
—Excepto el almuerzo.
—Eso es. Excepto el almuerzo.
Devolví la sonrisa de Auggie con otra mía y luego llamé al camarero y pedí la cuenta.
-------------------------


Cuento de Navidad[Cuento. Texto completo.]Ray Bradbury
El día siguiente sería Navidad y, mientras los tres se dirigían a la estación de naves espaciales, el padre y la madre estaban preocupados. Era el primer vuelo que el niño realizaría por el espacio, su primer viaje en cohete, y deseaban que fuera lo más agradable posible. Cuando en la aduana los obligaron a dejar el regalo porque pasaba unos pocos kilos del peso máximo permitido y el arbolito con sus hermosas velas blancas, sintieron que les quitaban algo muy importante para celebrar esa fiesta. El niño esperaba a sus padres en la terminal. Cuando éstos llegaron, murmuraban algo contra los oficiales interplanetarios.-¿Qué haremos?
-Nada, ¿qué podemos hacer?
-¡Al niño le hacía tanta ilusión el árbol!
La sirena aulló, y los pasajeros fueron hacia el cohete de Marte. La madre y el padre fueron los últimos en entrar. El niño iba entre ellos, pálido y silencioso.
-Ya se me ocurrirá algo -dijo el padre.
-¿Qué...? -preguntó el niño.
El cohete despegó y se lanzó hacia arriba al espacio oscuro. Lanzó una estela de fuego y dejó atrás la Tierra, un 24 de diciembre de 2052, para dirigirse a un lugar donde no había tiempo, donde no había meses, ni años, ni horas. Los pasajeros durmieron durante el resto del primer "día". Cerca de medianoche, hora terráquea según sus relojes neoyorquinos, el niño despertó y dijo:
-Quiero mirar por el ojo de buey.
-Todavía no -dijo el padre-. Más tarde.
-Quiero ver dónde estamos y a dónde vamos.
-Espera un poco -dijo el padre.
El padre había estado despierto, volviéndose a un lado y a otro, pensando en la fiesta de Navidad, en los regalos y en el árbol con sus velas blancas que había tenido que dejar en la aduana. Al fin creyó haber encontrado una idea que, si daba resultado, haría que el viaje fuera feliz y maravilloso.
-Hijo mío -dijo-, dentro de medía hora será Navidad.
La madre lo miró consternada; había esperado que de algún modo el niño lo olvidaría. El rostro del pequeño se iluminó; le temblaron los labios.
-Sí, ya lo sé. ¿Tendré un regalo? ¿Tendré un árbol? Me lo prometieron.
-Sí, sí. todo eso y mucho más -dijo el padre.
-Pero... -empezó a decir la madre.
-Sí -dijo el padre-. Sí, de veras. Todo eso y más, mucho más. Perdón, un momento. Vuelvo pronto.
Los dejó solos unos veinte minutos. Cuando regresó, sonreía.
-Ya es casi la hora.
-¿Puedo tener un reloj? -preguntó el niño.
Le dieron el reloj, y el niño lo sostuvo entre los dedos: un resto del tiempo arrastrado por el fuego, el silencio y el momento insensible.
-¡Navidad! ¡Ya es Navidad! ¿Dónde está mi regalo?


























-Ven, vamos a verlo -dijo el padre, y tomó al niño de la mano.

Salieron de la cabina, cruzaron el pasillo y subieron por una rampa. La madre los seguía.
-No entiendo.
-Ya lo entenderás -dijo el padre-. Hemos llegado.
Se detuvieron frente a una puerta cerrada que daba a una cabina. El padre llamó tres veces y luego dos, empleando un código. La puerta se abrió, llegó luz desde la cabina, y se oyó un murmullo de voces.
-Entra, hijo.
-Está oscuro.
-No tengas miedo, te llevaré de la mano. Entra, mamá.
Entraron en el cuarto y la puerta se cerró; el cuarto realmente estaba muy oscuro. Ante ellos se abría un inmenso ojo de vidrio, el ojo de buey, una ventana de metro y medio de alto por dos de ancho, por la cual podían ver el espacio. El niño se quedó sin aliento, maravillado. Detrás, el padre y la madre contemplaron el espectáculo, y entonces, en la oscuridad del cuarto, varias personas se pusieron a cantar.
-Feliz Navidad, hijo -dijo el padre.
Resonaron los viejos y familiares villancicos; el niño avanzó lentamente y aplastó la nariz contra el frío vidrio del ojo de buey. Y allí se quedó largo rato, simplemente mirando el espacio, la noche profunda y el resplandor, el resplandor de cien mil millones de maravillosas velas blancas.
FIN


leer
Portada Cancion de Navidad descargar libro epub pdf








martes, 14 de noviembre de 2023

Mauro

 

CANTAR DE LOS  CANTARES


 SAFO



DANTE


SHAKESPEARE


ROMEO Y JULIETA






Prueba de literatura universal Ev I

 

Prueba

- El Cantar de los Cantares.

- Safo y el lesbianismo.

_Homero, Kavafis y el viaje.

- Catulo y los poetas latinos.

-Dante y la Divina Comedia: el infierno.

- Literatura gótica.

-Introducción a Shakespeare.

-Romeo y Julieta

Películas:

    -Réquiem por un sueño.

    - Romeo y Julieta.

lunes, 9 de octubre de 2023

Trainspotting




Recomendaciones

Cinefilia

Resultado de imagen de trainspotting libro


Trainspotting

  • Irvine Welsh
  • Editorial: Anagrama

Sinopsis

Muy pocas veces alguien se atrevió a recomendar tan fervientemente una novela. «Merece vender más ejemplares que la Biblia», afirmó Rebel Inc., una insolente revista literaria escocesa. De inmediato celebrada por los críticos más estrictos pero leída también por aquellos que raramente se acercan a los libros, "Trainspotting" se convirtió en uno de los acontecimientos literarios y también extraliterarios de la última década. Fue rápidamente adaptada al teatro y luego llevada a la pantalla por Danny Boyle, uno de los jóvenes prodigio del cine inglés. Sus protagonistas son un grupo de jóvenes desesperadamente realistas, ni se les ocurre pensar en el futuro: saben que nada o casi nada va a cambiar, habitantes del otro Edimburgo, el que no aparece en los famosos festivales, capital europea del sida y paraíso de la desocupación, la miseria y la prostitución, embarcados en una peripecia vital cuyo combustible es la droga, «el elixir que les da la vida, y se la quita». Welsh escribe en el áspero, colorido, vigoroso lenguaje de las calles. Y entre pico y pico, entre borracheras y fútbol, sexo y rock and roll, la negra picaresca, la épica astrosa de los que nacieron en el lado duro de la vida, de los que no tienen otra salida que escapar, o amortiguar el dolor de existir con lo primero que caiga en sus manos.



ewan mc gregor

artículo


Resultado de imagen de requiem por un sueño novela


Réquiem por un sueño



Réquiem por un sueño


7,8
112.092
votos
Réquiem por un sueño
Año
2000
País
Estados Unidos
Director
Reparto



El tema de las sustancias psicotrópicas ha sido tratado en muchas ocasiones en el mundo del séptimo arte, con algunas obras de elevada calidad como Transpotting  Réquiem por un sueño es  una  de las  obras más duras e impactantes de todas las que tocan esta temática.
Basada en el libro del mismo nombre de Huber Selby Jr. la historia se centra en la vida de una solitaria madre y su conflictivo hijo. Harry Goldfarb, que así se llama el joven, dedica su vida única y exclusivamente a vender todo lo que encuentra en casa para poder pagarse las drogas a las que es altamente adicto. Su única aspiración en la vida es, junto con su amigo afroamericano Marlon, hacerse de oro traficando con estas sustancias estupefacientes. Esto provocará que se ausente largos periodos de tiempo de su hogar materno, ausencia que su progenitora suple viendo ininteligibles programas televisivos. Uno de estos espacios de entretenimiento selecciona a Sara Goldfarb como concursante, lo que provocará que esta depresiva mujer comience a ilusionarse y a querer bajar de peso a base de tomar pastillas de dudosa composición.
Darren Aronofsky, el director de la película, se suele caracterizar por llevar a la gran pantallas obras de extrema dureza. En todas ellas juega con la sensibilidad del espectador, poniéndola a prueba y llevándola a límites extremos. El Cisne Negro o el Luchador son producciones que, siendo posteriores, llevan esa impacto emocional que caracteriza al cineasta neoyorkino.
Este film de principios de siglo, nos relata de una forma muy impactante y visual, las extremas situaciones que puede llevar las adicciones a distintas sustancias estupefacientes. Actualmente estamos muy acostumbrados a ver en muchos programas televisivos este tipo de situaciones, pero allá por el 2000 cuando se estrenó la cinta, sorprendía enormemente por su gran crudeza. Únicamente hay que ver la primera secuencia del film para darte cuenta de la hora y media que te espera. Resulta bastante impactante ver como la madre de Harry tiene que esconderse para evitar que su hijo le agreda en uno de sus ataques, frutos del síndrome de abstinencia y de las medidas tomadas por la mujer para evitar que su hijo revenda su viejo televisor, que a su vez es su única compañía.
A partir de aquí nos situamos en una montaña rusa de sensaciones fruto del magistral y arriesgado guión sobre el que se asienta el film. A cada momento de exaltación, fruto de los psicotrópicos, le sucede un bajón mas grande que el anterior, hasta llegar a un desenlace final altamente impactante. Todo ello a base de jugar con la velocidad de las cámaras y con un acertado y efectivo uso de los primeros planos de los personajes cada vez que se “colocan”. Y es que no solo sabe jugar con las predecibles adicciones a sustancias duras, sino que además nos muestra cómo un simple tratamiento par adelgazar, si cae en manos de una persona en plena depresión, puede derivar en una locura extrema y descontrolada.
Un amplio muestrario de lo que el ser humano es capaz de hacer para engañar el síndrome de abstinencia, y seguir fomentando una adicción totalmente insana y destructiva. Robos o prostitución se algunas de estas “soluciones” que quedan de manifiesto a lo largo del film y que son mostradas, sin ningún tipo de censura acompañadas de la impactante fotografía de Matthew Libatique.
El cineasta sabe sacar, a base de primeros planos, los efectos negativos de las drogas. Sustancias que poco a poco van destruyendo tanto física, como mentalmente a los personajes principales del film, para los que se realizo un más que acertado casting. Si hay un rol que nos viene a la mente cada vez que oímos hablar de esta película, es el interpretado por Ellen Burstyn. La veterana actriz consigue plasmar sobre la pantalla un personaje atrapado en su soledad y víctima del efecto mediático de los concursos televisivos. Sara Goldfarb cae bien al espectador desde el principio, y además de protagonizar algunos de los momentos menos dramáticos del film, es quizás el que mas angustias despierta a medida que se va desarrollando su adicción.
Es Jared Leto, al que ya vimos en El Club de la Lucha o más recientemente en Alejandro Magno, quien da vida al hijo de Sara. Si buscásemos un villano en este film, lo encontraríamos en el personaje al que interpreta, capaz de todo por conseguir su sueño de convertirse en un capo de la droga. Su interpretación, sin llegar al nivel de Ellen, es también muy notable con momentos cargados de tensión y angustia.
La otra cara reconocida del film es la de la oscarizada actriz Jennifer Conelly. En esta ocasión se mete en la piel de Marion Silver, una chica de familia adinerada que ha decidido cambiar todos los lujos por una vida en la que es esclava de las sustancias estupefacientes. Enamorada de Harry, no dudará en dejar de lado cualquier escrúpulo y autoestima con tal de conseguir algún tipo de sustancia que calme sus, cada vez más comunes, “ataques de mono”.
Un reparto cargado de personajes con mucha fuerza que vivirán situaciones extremas, acompañados por la impresionante partitura de Clint Mansell. El compositor británico nos deleita con un tema central que forma parte de la historia del cine. Una sucesión magistral de notas musicales que completan, eficientemente, las tensas situaciones que deben soportar los protagonistas del film, a causa de sus adicciones.
Estamos ante una obra de esas que no te dejan indiferentes, muy complicada de digerir y que te deja con mal cuerpo. Un film que puede llegar a resultar traumático dependiendo de para quién, pero que sabe reflejar a la perfección las miserias de este mundo.

Réquiem por un sueño


¿Qué crees que significa el título?  ¿De qué sueños se trata?





Da tu opinión argumentada sobre la película.





¿Por qué crees que se droga la pareja protagonista?






¿Cuál crees que es el mensaje de esta película?




Resultado de imagen de requiem por un sueño un sueño
¿Qué crees que  significa la historia de la madre de Harry?





Describe la técnica del director. ¿Te gusta cómo rueda?






Describe tu escena favorita







Menciona alguna otra película, novela.. que trate el tema de las drogas