Remando al viento
Mary Shelley: la adolescente que creó a Frankenstein y la ciencia ficción moderna
La creación de Frankenstein forma parte del panteón de monstruos clásicos que existen en el imaginario cultural del terror. Muy famosa por el impacto que produjo la interpretación de Boris Karloff en su adaptación al cine, esta criatura es la protagonista de la novela Frankenstein o el moderno Prometeo, considerada una de las primeras novelas de la ciencia ficción moderna, tanto por su argumento como por los temas sobre los cuales reflexiona.
Pero uno de los puntos más llamativos de su creación no es solo el argumento que impresionó a la sociedad del siglo XIX, como nos sigue impresionando hoy en día, sino la persona que la plasmó sobre el papel: Mary Shelley, una joven de apenas 18 años. Descubre su fascinante historia:
Una infancia y adolescencia turbulentas
Nacida en Inglaterra en 1797, su madre, la filosofa y activista feminista Mary Wollstonecraft, murió apenas un mes después de dar a luz. Eso dejó a su padre, el filósofo, político, novelista y primer exponente de la ideología anarquista, William Godwin, encargado de su educación que, aunque informal y caótica, fue también muy completa y rica. No obstante, el segundo matrimonio de su padre con Mary Jane Clairmont, con la que Mary Shelley jamás tuvo una buena relación, supuso un elemento de tensión que hizo que su vida en la casa paterna fuera muy problemática.
Todo eso contribuyó a que en 1814, con 16 años, Mary iniciara una relación amorosa con el afamado poeta Percy Bysshe Shelley, un hombre casado con el que se fugó, viajaron por Europa y vivieron un año en una relación de amor libre. Cuando regresaron a Inglaterra, con Mary ya embarazada, fueron rechazados por la puritana sociedad del momento, subsistiendo solo con las rentas familiares de Percy. Se casaron en 1816, después del suicidio de la primera mujer de Shelley.
Fue entonces cuando Mary vivió un golpe que la marcaría para siempre y que, desgraciadamente, viviría más de una vez: la muerte de su hija, nacida prematuramente. Las desgracias personales y su vida caótica contribuyeron a que Mary se sumiera en una depresión, de la cual surgiría uno de los monstruos más conocidos de la historia.
Todo comenzó durante una noche de tormenta
En Mayo de 1816, el matrimonio decidió pasar el verano en el pueblo suizo de Cologny en la Villa Diodate con, entre otros, el famoso poeta Lord Byron y la hermanastra de Mary. Esta escapada a orillas del Lago Leman iba a ser ideal para mejorar su estado de ánimo y pasar un verano agradable. No obstante, ese año el tiempo decidió no acompañar, y la lluvia les impidió salir durante días seguidos, y las historias de fantasmas se convirtieron en una manera de pasar las veladas en la lujosa casa.
En una de esas noches a Byron se le ocurrió una idea: todos los presentes escribirían una historia de terror que tenía que inquietar y horrorizar a los demás. Al principio Mary lo pasó mal: no se le ocurría ninguna historia, y una creciente ansiedad se empezó a apoderar de ella. Pero en una conversación entre Lord Byron y Shelley, surgió el tema del origen de la vida, de los experimentos de la época, de los límites de la ciencia y de la idea de poder reanimar a un cadáver.
Esta conversación marcó tanto a Shelley que, al acostarse, no consiguió conciliar el sueño. Ella asegura que su mente le trajo la visión de un “estudiante de artes sacrílegas arrodillado delante de la criatura que había creado”. Tan vívidas eran esas imágenes, que incluso ella se horrorizó. Y esa noche, en su mente inquieta, nació el monstruo de Frankenstein.
¡Está vivo!
La idea poseyó a Mary Shelley desde el primer momento: empezó enseguida a escribirla, buscando aterrorizar a sus lectores tanto como a ella las visiones de la noche anterior.
Quien más quien menos conoce el argumento de esta historia. El científico Victor Frankenstein, un estudiante de medicina desafía las leyes de la naturaleza intentando traer a la vida a una criatura creada a partir de diferentes cadáveres, a la que “despierta” gracias a un proceso científico sin especificar (aunque menciona la energía de las tormentas repetidas veces, Shelley nunca escribió que fuera electricidad). Frankenstein se da cuenta al momento de su error y, horrorizado por el ser que ha creado, huye de su laboratorio. El monstruo, abandonado a su suerte y rechazado por la sociedad, empieza a cometer crímenes que culminan en el asesinato de la prometida y el mejor amigo de su creador y, por último, en la muerte del propio Víctor.
En su primera versión, Frankenstein no era más que un relato corto, unas pocas páginas pero su marido la animó a convertir ese cuento en algo más, una novela, y así se publicó anónimamente en 1818.
Pero, ¿es Frankenstein realmente la primera obra de ciencia ficción moderna?
Frankenstein trata temas que se han convertido en pilares de la ciencia ficción moderna: la moral científica, los límites y peligros del desarrollo científico, miedo motivado por las primeras fases de la revolución industrial que estaba empezando en esa época. Muestra cómo las tendencias capitalistas atacan la libertad y dignidad del ser humano, y la famosa criatura actúa como castigo del uso irresponsable de los avances de la ciencia y la tecnología.
Así, aunque la novela contenga elementos propios del relato gótico y se encuadre en el movimiento romántico, el escritor Brian Aldiss la ha definido, en contraposición a otras historias anteriores más o menos fantásticas, como la primera novela de ciencia ficción. Cree muy significativo el hecho de que el personaje central se valga de novedosos experimentos de laboratorio para crear lo que es, esencialmente, un personaje fantástico como es la criatura. Por ello, y por sus implicaciones filosóficas y morales, esta novela ha tenido una enorme influencia no solo en la literatura sino también en la cultura popular, en las que ha abierto nuevos caminos a todo tipo de historias, películas y obras teatrales.
Sin embargo, el enorme éxito de esta mítica novela no puede ni debe oscurecer las otras facetas de la vida y obra de esta escritora. La muerte de su marido Percy en el naufragio de su embarcación, cuando ella tenía apenas 25 años, la muerte de otros dos hijos, y los azarosos problemas económicos, marcaron sus últimos años en los que se volvió mucho menos radical e innovadora.
A pesar de ello, Mary continuó escribiendo a la vez que editaba la obra de su marido hasta que un tumor cerebral acabó con su vida a los 53 años de edad. Su producción literaria (que abarca novelas, artículos, libros de viaje, etc.) y, sobre todo, su lucha personal como mujer liberal (“de mente abierta”, como la definió su padre), fueron los pilares que marcaron su vida y su obra.
Muy influenciada por los escritos de su madre (“el recuerdo de mi madre ha sido el orgullo de mi vida”, decía) defendió, como lo hizo antes ella, sus ideas políticas y feministas: la importancia de la educación, la justicia social, el progreso basado en la cooperación, la mejora de la sociedad a través del poder político, la igualdad entre hombres y mujeres, la defensa del amor libre…y todo ello a pesar de las críticas y prejuicios de su época a los que tuvo que enfrentarse. Fue, como lo había sido su madre años atrás, una auténtica pionera del feminismo. Y como dijo ella misma: “Creo que puedo mantenerme a mí misma y hay algo inspirador en la idea”.
Una desapacible noche de noviembre contemplé el final de mis esfuerzos. Con una ansiedad rayana en la agonía, coloqué a mí alrededor los instrumentos que me iban a permitir infundir un hálito de vida a la cosa inerte que yacía a mis pies. Era ya la una de la madrugada; la lluvia golpeaba las ventanas sombríamente, y la vela casi se había consumido, cuando, a la mortecina luz de la llama, vi cómo la criatura abría sus ojos amarillentos y apagados. Respiró profundamente y un movimiento convulsivo sacudió su cuerpo.
¿Cómo expresar mi sensación ante esta catástrofe, o describir el engendro que con tanto esfuerzo e infinito trabajo había creado? Sus miembros estaban bien proporcionados y había seleccionado sus rasgos por hermosos. ¡Hermosos! ¡Santo cielo! Su piel amarillenta apenas si ocultaba el entramado de músculos y arterias; tenía el pelo negro, largo y lustroso, los dientes blanquísimos; pero todo ello no hacía más que resaltar el horrible contraste con sus ojos acuosos, que parecían casi del mismo color que las pálidas órbitas en las que se hundían, el rostro arrugado, y los finos y negruzcos labios.
Las alteraciones de la vida no son ni mucho menos tantas como las de los sentimientos humanos. Durante casi dos años había trabajado infatigablemente con el único propósito de infundir vida en un cuerpo inerte. Para ello me había privado de descanso y de salud. Lo había deseado con un fervor que sobrepasaba con mucho la moderación; pero ahora que lo había conseguido, la hermosura del sueño se desvanecía y la repugnancia y el horror me embargaban. Incapaz de soportar la visión del ser que había creado, salí precipitadamente de la estancia. Ya en mi dormitorio, paseé por la habitación sin lograr conciliar el sueño. Finalmente, el cansancio se impuso a mi agitación, y vestido me eché sobre la cama en el intento de encontrar algunos momentos de olvido. Mas fue en vano; pude dormir, pero tuve horribles pesadillas. Veía a Elizabeth, rebosante de salud, paseando por las calles de Ingolstadt. Con sorpresa y alegría la abrazaba, pero en cuanto mis labios rozaron los suyos, empalidecieron con el tinte de la muerte; sus rasgos parecieron cambiar, y tuve la sensación de sostener entre mis brazos el cadáver de mi madre; un sudario la envolvía, y vi cómo los gusanos reptaban entre los dobleces de la tela. Me desperté horrorizado; un sudor frío me bañaba la frente, me castañeteaban los dientes y movimientos convulsivos me sacudían los miembros. A la pálida y amarillenta luz de la luna que se filtraba por entre las contraventanas, vi al engendro, al monstruo miserable que había creado. Tenía levantada la cortina de la cama, y sus ojos, si así podían llamarse, me miraban fijamente. Entreabrió la mandíbula y murmuró unos sonidos ininteligibles, a la vez que una mueca arrugaba sus mejillas. Puede que hablara, pero no lo oí. Tendía hacia mí una mano, como si intentara detenerme, pero esquivándola me precipité escaleras abajo. Me refugié en el patio de la casa, donde permanecí el resto de la noche, paseando arriba y abajo, profundamente agitado, escuchando con atención, temiendo cada ruido como si fuera a anunciarme la llegada del cadáver demoníaco al que tan fatalmente había dado vida.
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