viernes, 24 de abril de 2015

Relatos de los viernes

Para leer muchos y buenos relatos


Cortázar

Yo creo que desde muy pequeño mi desdicha y mi dicha al mismo tiempo fue el no aceptar las cosas como dadas. A mí no me bastaba con que me dijeran que eso era una mesa, o que la palabra madre era la palabra madre y ahí se acaba todo. Al contrario, en el objeto mesa y en la palabra madre empezaba para mí un itinerario misterioso que a veces llegaba a franquear y en el que a veces me estrellaba.
Julio Cortázar


CORTÍSIMO METRAJE

(cuento)
Julio Cortázar (Bélgica-Argentina, 1914-1984)
Automovilista en vacaciones recorre las montañas del centro de Francia, se aburre lejos de la ciudad y de la vida nocturna. Muchacha le hace el gesto usual del auto-stop, tímidamente pregunta si dirección Beaune o Tournus. En la carretera unas palabras, hermoso perfil moreno que pocas veces pleno rostro, lacónicamente a las preguntas del que ahora, mirando los muslos desnudos contra el asiento rojo. Al término de un viraje el auto sale de la carretera y se pierde en lo más espeso. De reojo sintiendo cómo cruza las manos sobre la minifalda mientras el terror crece poco a poco. Bajo los árboles una profunda gruta vegetal donde se podrá, salta del auto, la otra portezuela y brutalmente por los hombros. La muchacha lo mira como si no, se deja bajar del auto sabiendo que en la soledad del bosque. Cuando la mano por la cintura para arrastrarla entre los árboles, pistola del bolso y a la sien. Después billetera, verifica bien llena, de paso roba el auto que abandonará algunos kilómetros más lejos sin dejar la menor impresión digital porque en ese oficio no hay que descuidarse’.
Último round (1969), Madrid, Debate, 1992

Comentario

Hay en este minúsculo cuento de Cortázar una  declarada intención  cinematográfica, como ya lo indica el mismo título. Podría ser el guión de un cortometraje que plasmara por escrito las imágenes fílmicas que el realizador vería desde el visor de una cámara. Todo ello explica el carácter telegráfico del texto, escueto y sin ningún adorno,  la acusada economía lingüística con supresión de palabras, escasez de verbos, falta de nexos de unión  que arrastran una evidente ruptura sintáctica y narrativa, a lo que hay que añadir una voz narrativa externa ni en primera ni en tercera persona, la rapidez de la acción, el suspense y el final inesperado.
Para el lector la primera reacción es de sorpresa, confusión y desasosiego  ante la ambigüedad de un texto que para “descifrarlo” le exige especial atención y, desde luego, leerlo más de una vez.

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cuento, stephen king, el asesino
Stephen King. 

EL ASESINO

Repentinamente se despertó sobresaltado, y se dio cuenta de que no sabía quién era, ni que estaba haciendo aquí, en una fábrica de municiones. No podía recordar su nombre ni qué había estado haciendo. No podía recordar nada.
La fábrica era enorme, con líneas de ensamblaje, y cintas transportadoras, y con el sonido de las partes que estaban siendo ensambladas.
Tomó uno de los revólveres acabados de una caja donde estaban siendo, automáticamente, empaquetados. Evidentemente había estado operando en la máquina, pero ahora estaba parada.
Recogía el revólver como algo muy natural. Caminó lentamente hacia el otro lado de la fábrica, a lo largo de las rampas de vigilancia. Allí había otro hombre empaquetando balas.
–¿Quién Soy? –le dijo pausadamente, indeciso.
El hombre continuó trabajando. No levantó la vista, daba la sensación de que no le había escuchado.
–¿Quién soy? ¿Quién soy? – gritó, y aunque toda la fábrica retumbó con el eco de sus salvajes gritos, nada cambió. Los hombres continuaron trabajando, sin levantar la vista.
Agitó el revólver junto a la cabeza del hombre que empaquetaba balas. Le golpeó, y el empaquetador cayó, y con su cara, golpeó la caja de balas que cayeron sobre el suelo.
Él recogió una. Era el calibre correcto. Cargó varias más.
Escucho el click-click de pisadas sobre él, se volvió y vio a otro hombre caminando sobre una rampa de vigilancia. “¿Quién soy?” , le gritó. Realmente no esperaba obtener respuesta.
Pero el hombre miró hacia abajo, y comenzó a correr.
Apuntó el revólver hacia arriba y disparó dos veces. El hombre se detuvo, y cayó de rodillas, pero antes de caer pulsó un botón rojo en la pared.
Una sirena comenzó a aullar, ruidosa y claramente.
“¡Asesino! ¡asesino! ¡asesino!” – bramaron los altavoces.
Los trabajadores no levantaron la vista. Continuaron trabajando.
Corrió, intentando alejarse de la sirena, del altavoz. Vio una puerta, y corrió hacia ella.
La abrió, y cuatro hombres uniformados aparecieron. Le dispararon con extrañas armas de energía. Los rayos pasaron a su lado.
Disparó tres veces más, y uno de los hombres uniformados cayó, su arma resonó al caer al suelo.
Corrió en otra dirección, pero más uniformados llegaban desde la otra puerta. Miró furiosamente alrededor. ¡Estaban llegando de todos lados! ¡Tenía que escapar!
Trepó, más y más alto, hacia la parte superior. Pero había más de ellos allí. Le tenían atrapado. Disparó hasta vaciar el cargador del revólver.
Se acercaron hacia él, algunos desde arriba, otros desde abajo. “¡Por favor! ¡No disparen! ¡No se dan cuenta que solo quiero saber quién soy!”
Dispararon, y los rayos de energía le abatieron. Todo se volvió oscuro…
Les observaron cómo cerraban la puerta tras él, y entonces el camión se alejó. “Uno de ellos se convierte en asesino de vez en cuando”, dijo el guarda.
“No lo entiendo”, dijo el segundo, rascándose la cabeza. “Mira ese. ¿Qué era lo que decía? Solo quiero saber quién soy. Eso era”.
Parecía casi humano. Estoy comenzando a pensar que están haciendo esos robots demasiado bien.”
Observaron al camión de reparación de robots desaparecer por la curva.

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Todo es eventual  https://youtu.be/7RWtTm5lSFQ
https://youtu.be/7RWtTm5lSFQ

REUNIÓN

(cuento)

John Cheever

La última vez que vi a mi padre fue en la estación Grand Central. Yo venía de estar con mi abuela en los montes Adirondacks, y me dirigía a una casita de campo que mi madre había alquilado en el cabo; escribí a mi padre diciéndole que pasaría hora y media en Nueva York debido al cambio de trenes, y preguntándole si podíamos comer juntos. Su secretaria me contestó que se reuniría conmigo en el mostrador de información a mediodía, y, cuando aún estaban dando las doce, lo vi venir a través de la multitud. Era un extraño para mí —mi madre se había divorciado tres años antes y yo no lo había visto desde entonces—, pero tan pronto como lo tuve delante sentí que era mi padre, mi carne y mi sangre, mi futuro y mi fatalidad. Comprendí que cuando fuera mayor me parecería a él; que tendría que hacer mis planes contando con sus limitaciones. Era un hombre corpulento, bien parecido, y me sentí feliz de volver a verlo. Me dio una fuerte palmada en la espalda y me estrechó la mano. 
—Hola, Charlie —dijo—. Hola, muchacho. Me gustaría que vinieses a mi club, pero está por las calles sesenta, y si tienes que coger un tren en seguida, será mejor que comamos algo por aquí cerca.
Me rodeó con el brazo y aspiré su aroma con la fruición con que mi madre huele una rosa. Era una agradable mezcla de whisky, loción para después del afeitado, betún, traje de lana y el característico olor de un varón de edad madura. Deseé que alguien nos viera juntos. Me hubiese gustado que nos hicieran una fotografía. Quería tener algún testimonio de que habíamos estado juntos.
Salimos de la estación y nos dirigimos hacia un restaurante por una calle secundaria. Todavía era pronto y el local estaba vacío. El barman discutía con un botones, y había un camarero muy viejo con una chaqueta roja junto a la puerta de la cocina. Nos sentamos, y mi padre lo llamó con voz potente:
—Kellner! —gritó—. Garçón! Cameriere! ¡Oiga usted!
Todo aquel alboroto parecía fuera de lugar en el restaurante vacío.
—¿Será posible que no nos atienda nadie aquí? —gritó—. Tenemos prisa.
Luego dio unas palmadas. Esto último atrajo la atención del camarero, que se dirigió hacia nuestra mesa arrastrando los pies.
—¿Esas palmadas eran para llamarme a mí? —preguntó.
—Cálmese, cálmese, sommelier—dijo mi padre—. Si no es pedirle demasiado, si no es algo que está por encima y más allá de la llamada del deber, nos gustaría tomar dos gibsons con ginebra Beefeater.
—No me gusta que nadie me llame dando palmadas —dijo el camarero.
—Debería haber traído el silbato —replicó mi padre—. Tengo un silbato que sólo oyen los camareros viejos. Ahora saque el bloc y el lápiz y procure enterarse bien: dos gibsons con Beefeater. Repita conmigo: dos gibsons con Beefeater.
—Creo que será mejor que se vayan a otro sitio —dijo el camarero sin perder la compostura.
—Ésa es una de las sugerencias más brillantes que he oído nunca —señaló mi padre—. Vámonos de aquí, Charlie.
Seguí a mi padre y entramos en otro restaurante. Esta vez no armó tanto alboroto. Nos trajeron las bebidas, y empezó a someterme a un verdadero interrogatorio sobre la temporada de béisbol. Al cabo de un rato golpeó el borde de la copa vacía con el cuchillo y empezó a gritar otra vez:
—Garçon! Cameriere! Kellner! ¡Oiga usted! ¿Le molestaría mucho traernos otros dos de lo mismo?
—¿Cuántos años tiene el muchacho? —preguntó el camarero.
—Eso no es en absoluto de su incumbencia —dijo mi padre.
—Lo siento, señor, pero no le serviré más bebidas alcohólicas al muchacho.
—De acuerdo, yo también tengo algo que comunicarle —dijo mi padre—. Algo verdaderamente interesante. Sucede que éste no es el único restaurante de Nueva York.
Acaban de abrir otro en la esquina. Vámonos, Charlie.
Pagó la cuenta y nos trasladamos de aquél a otro restaurante. Los camareros vestían americanas de color rosa, semejantes a chaquetas de caza, y las paredes estaban adornadas con arneses de caballos. Nos sentamos y mi padre empezó a gritar de nuevo:
—¡Que venga el encargado de la jauría! ¿Qué tal los zorros este año? Quisiéramos una última copa antes de empezar a cabalgar. Para ser más exactos, dos bibsons con Geefeater.
—¿Dos bibsons con Geefeater? —preguntó el camarero, sonriendo.
—Sabe muy bien lo que quiero —replicó mi padre, muy enojado—. Quiero dos gibsons con Beefeater, y los quiero de prisa. Las cosas han cambiado en la vieja y alegre Inglaterra. Por lo menos eso es lo que dice mi amigo el duque. Veamos qué tal es la producción inglesa en lo que a cócteles se refiere.
—Esto no es Inglaterra —repuso el camarero.
—No discuta conmigo. Limítese a hacer lo que se le pide.
—Creí que quizá le gustaría saber dónde se encuentra —dijo el camarero.
—Si hay algo que no soporto, es un criado impertinente —declaró mi padre—. Vámonos, Charlie.
El cuarto establecimiento en el que entramos era italiano.
—Buongiorno —dijo mi padre—. Per favore, possiamo avere due cocktail americani, forti fortio. Molto gin, poco vermut.
—No entiendo el italiano —respondió el camarero.
—No me venga con ésas —dijo mi padre—. Entiende usted el italiano y sabe perfectamente bien que lo entiende. Vogliamo due cocktail americani. Subito.
El camarero se alejó y habló con el encargado, que se acercó a nuestra mesa y dijo:
—Lo siento, señor, pero esta mesa está reservada.
—De acuerdo —asintió mi padre—. Denos otra.
—Todas las mesas están reservadas —declaró el encargado.
—Ya entiendo. No desean tenernos por clientes, ¿no es eso? Pues váyanse al infierno. Vada all’ inferno. Será mejor que nos marchemos, Charlie.
—Tengo que coger el tren —dije.
—Lo siento mucho, hijito —dijo mi padre—. Lo siento muchísimo. —Me rodeó con el brazo y me estrechó contra sí—. Te acompaño a la estación. Si hubiéramos tenido tiempo de ir a mi club…
—No tiene importancia, papá —dije.
—Voy a comprarte un periódico —dijo—. Voy a comprarte un periódico para que leas en el tren.
Se acercó a un quiosco y pidió:
—Mi buen amigo, ¿sería usted tan amable de obsequiarme con uno de sus absurdos e insustanciales periódicos de la tarde? —El vendedor se volvió de espaldas y se puso a contemplar fijamente la portada de una revista—. ¿Es acaso pedir demasiado, señor mío? —insistió mi padre—, ¿es quizá demasiado difícil venderme uno de sus desagradables especímenes de periodismo sensacionalista?
—Tengo que irme, papá —dije—. Es tarde.
—Espera un momento, hijito —replicó—. Sólo un momento. Estoy esperando a que este sujeto me dé una contestación.
—Hasta la vista, papá —dije; bajé la escalera, tomé el tren, y aquélla fue la última vez que vi a mi padre.




[“CADA VEZ QUE OÍA PASAR UN AVIÓN…”]

(cuento)

Sam Shepard (Estados Unidos, 1943)

Cada vez que oía pasar un avión por encima de nuestras tierras, mi papá tenía la costumbre de pasarse los dedos por la cicatriz de metralla de su nuca. Estaba, por ejemplo, agachado en el huerto, reparando las tuberías de riego o el tractor, y si oía un avión se enderezaba lentamente, se quitaba su sombrero mejicano, se alisaba el pelo con la mano, se secaba el sudor en el muslo, sostenía el sombrero por encima de la frente para hacerse sombra, miraba con los ojos entrecerrados hacia el cielo, localizaba el avión guiñando un ojo, y empezaba a tocarse la nuca. Se quedaba así, mirando y tocando. Cada vez que oía un avión se buscaba la cicatriz. Le había quedado un diminuto fragmento de metal justo debajo mismo de la superficie de la piel. Lo que me desconcertaba era el carácter reflejo de este ademán de tocársela. Cada vez que oía un avión se le iba la mano a la cicatriz. Y no dejaba de tocarla hasta que estaba absolutamente seguro de haber identificado el avión. Los que más le gustaban eran los aviones a hélice y esto ocurría en los años cincuenta, de modo que ya quedaban muy pocos aviones a hélice. Si pasaba una escuadrilla de P-51 en formación, su éxtasis era tal que casi se subía hasta la copa de un aguacate. Cada identificación quedaba señalada por una emocionada entonación especial en su voz. Algunos aviones le habían fallado en mitad del combate, y pronunciaba su nombre como si les lanzara un salivazo. En cambio mencionaba los B-54 en tono sombrío, casi religioso. Generalmente sólo decía el nombre abreviado, una letra y un número:
-B-54 -decía, y luego, satisfecho, bajaba lentamente la vista y volvía a su trabajo.
A mí me parecía muy extraño que un hombre que amaba tanto el cielo pudiera amar también la tierra.
Motel Chronicles, 1982
Crónicas de motel, trad. Enrique Murillo, Barcelona, Anagrama, 1985, pág. 118


AMOR CIBERNAUTA
(cuento)
Diego Muñoz Valenzuela (Chile, 1956)
Se conocieron por la red. Él era tartamudo y tenía un rostro brutal de neanderthal: gran cabeza, frente abultada, ojos separados, redondos y rojos, dientes de conejo que sobresalían de una boca enorme y abierta, cuerpo endeble y barriga prominente. Ella estaba inválida del cuello hasta los pies y dictaba los mensajes al computador con una voz hermosa, pausada y clara que no parecía tener nada que ver con ella; tenía el cuerpo de una muñeca maltratada. Fue un amor a primer intercambio de mensajes: hablaron de la armonía del universo y de los sufrimientos terrestres, de la necesidad del imperio de la belleza y de los abyectos afanes de los mercaderes de la guerra, de la abrumadora generosidad del espíritu humano que contradice la miseria de unos pocos. Leían incrédulos las réplicas donde encontraban una mirada equivalente del mundo, no igual, similar aunque enriquecida por historias y percepciones diferentes. Durante meses evitaron hablar de sí mismos, menos aún de la posibilidad de encontrarse en un sitio real y no virtual. Un día él le envió la foto digitalizada de un galán. Ella le retribuyó con la imagen de una bailarina. Él le escribió encendidos versos de amor que ella leyó embelesada. Ella le envió canciones con su propia voz, él lloró de emoción al escuchar esa música maravillosa. Él le narraba con gracia los pormenores de su agitada vida social, burlándose agudamente de los mediocres. Ella le enviaba descripciones  de sus giras por el mundo con compañías famosas. Ninguno de los dos jamás propuso encontrarse en el mundo real. Fue un amor verdadero, no virtual, como los que suelen acontecernos en ese lugar que llamamos realidad.
Ángeles y verdugos, cuentos, Santiago de Chile, Mosquito Comunicaciones, 2002

PARA MI CHICA LA MARGA

(cuento)

Martín Civera López (España)

Cuando Marga no está, todo es Marga.
Es Marga la pasta de mi tubo de dientes. Marga es mis orejas y las pocas ganas que hoy tengo de levantarme. Y también el vecino que me saluda y parece que diga Marga. Hoy más que nunca Marga es Argentina. Y ensalada con pechuga asada. Hoy Marga no es la siesta, porque pensando, pensando tampoco hoy me dejó dormir. Esta tarde son Marga mis piernas, que me llevan poco a poco como si fueran solas, sin contar con el resto de mi cuerpo, que, dicho sea de paso, también es de Marga. Y el agradable sonido de mis pasos en el suelo. Y mi respiración. Marga es Dostoievski. Y también Mario Benedetti y Miguel Hernández. Y mi Daniel Pennac. Esta tarde es Marga hasta Ana Rosa Quintana. Y café con leche y torta de nueces y pasas. Marga es las nueve y media y las diez menos cuarto y las diez y veinte.
Y es entonces, a eso de las diez y media, cuando Marga está, y todo lo demás no existe. Y sólo existe Marga.


ÁLBUM

Manuel Vicent (España, 1936)

Ese amigo de la infancia que jugaba contigo en la orilla del mar ha perdido el nombre. Era un niño flaco, quemado por el sol, hijo de un pescador. Al fondo se ven barcas varadas en la arena y tú en la fotografía estás con él pescando cangrejos entre las rocas del farallón en una cala deshabitada. Ibais siempre juntos, desnudos pisando la sal de aquellos días claros de la niñez, pero ese camarada de los primeros veranos, que te servía de escudero, desapareció muy pronto y hoy ignoras cómo se llamaba aunque él entonces habría dado la vida por ti. En otra página del álbum de retratos eres un adolescente en una mañana de otoño en el parque con un libro en la mano, entre dos compañeros de colegio que también sonríen. Uno de ellos se mató con la motocicleta, el otro ha llegado a subsecretario. Los tres descubristeis el amor en la misma promoción en medio de aquella bandada de niñas del Loreto que iban con rebeca y falda plisada abrazando el cartapacio escolar contra los incipientes senos. Después apareces vestido de soldado con un rifle en un barracón de verbena en compañía de un colega de armas que te pasa el brazo por el hombro soltando una carcajada. ¿Qué habrá sido de él? Le gustaba mucho Sartre y tal vez ahora es dueño de una serrería. La tarde huele a paja quemada y los murciélagos bailan dentro de un vapor de oro mientras tú vas pasando las hojas de un álbum cuyas imágenes son humo de la memoria. En él hay múltiples figuras evanescentes que un día quedaron atrás, si bien esos seres te regalaron por un momento parte de su alma sin pedirte nada. La marea los ha arrastrado a distintas playas, ninguno ha cumplido sus sueños, pero cada uno de ellos se cruzó en tu vida por azar y durante un tiempo te acompañó en la travesía de los placeres y las desdichas. Al cerrar el álbum de fotos piensas que todos los amigos que has tenido son el mismo. Su rostro está dentro de ti desde la infancia. Es aquel niño sin nombre que jugaba contigo en la orilla del mar. A través de la existencia no has hecho sino reflejarte en sus ojos.
El País, 28. VIII. 1988
A favor del placer, Madrid, El País/Aguilar, 1993, págs. 107-108


Escritor, José María Merino
Escritor José María Merino. Cuadro de Félix de la Concha. Fuente de la imagen

“Los jóvenes reciben las enseñanzas a que les obligan los programas académicos a través de libros de texto cuya asimilación forma parte de los deberes escolares, por medio del estudio. Enfrentados a los libros de texto, la mayoría de los jóvenes no conceden de entrada ningún crédito a esos otros libros que, aunque contengan poemas o ficciones y constituyan ámbitos verbales susceptibles de generar diversión y placer, se presentan con el mismo aspecto físico que los demás, y también cubiertos de letra impresa. Lejos de la letra impresa, los estimulantes actuales de la imaginación juvenil se encuentran en otros objetos y artificios, encaminados a los efectos y emociones audiovisuales, donde la complejidad y riqueza del discurso escrito ha sido sustituido por otros conceptos de la comunicación. Además, tal como está la relación de la mayoría de las familias con los libros, la iniciación a la lectura de ficciones ha dejado de pertenecer al ámbito de lo doméstico. Hoy corresponde sobre todo al profesorado iniciar a los jóvenes en sus secretos. Si tal instrucción se concibiese como la enseñanza de un arte, debería sustentarse en un sucesivo desvelamiento, y sin duda requeriría una cuidadosa selección de textos, adecuados a cada grupo de futuros lectores, y su presentación óptima para facilitar un análisis mucho más sentimental y estético que gramatical, dirigido a despertar el interés profundo de los iniciados. El camino de seducción podría acarrear técnicas diferentes, pero el objetivo debería ser mostrar que, mientras en los libros de texto comunes las palabras impresas no pretenden transmitir otra cosa que información y conocimientos, en los libros literarios las palabras impresas se transforman en imágenes mentales que revelan los secretos de las conductas, elaboran sucesos extraordinarios e iluminan mundos vigorosos. Así, la iniciación en la lectura de poemas, de ficciones, debería ser afrontada como si se tratase de una sabiduría peculiar, de un grado superior a la simple aptitud lectora precisa para desentrañar cualquier texto ordinario. Como si, en el caso de la lectura literaria, el libro fuese un instrumento musical y el lector el intérprete que reproduce y hace resonar su melodía por la gracia de su destreza”.
José María Merino

EL NIÑO LOBO DEL CINE MARI
José María Merino (España, 1941)
La doctora estaba en lo cierto: ningún proceso anormal se desarrollaba dentro del pequeño cerebro, ninguna perturbación patológica. Sin embargo, si hubiese podido leer el mensaje contenido en los impulsos que habían determinado aquellas líneas sinuosas, se hubiera sorprendido al encontrar un universo tan exuberante: el niño era un pequeño corneta que tocaba a la carga en el desierto, mientras ondeaba el estandarte del regimiento y los jinetes de Toro Sentado preparaban también sus corceles y sus armas, hasta que el páramo polvoriento se convertía en una selva de nutrida vegetación alrededor de una laguna de aguas oscuras, en la que el niño estaba a punto de ser atacado por un cocodrilo, y en ese momento resonaba entre el follaje la larga escala de la voz de Tarzán, que acudía para salvarle saltando de liana en liana, seguido de la fiel Chita. O la selva se transmutaba sin transición en una playa extensa; entre la arena de la orilla reposaba una botella de largo cuello, que había sido arrojada por las olas; el niño encontraba la botella, la destapaba, y de su interior salía una pequeña columnilla de humo que al punto iba creciendo y creciendo hasta llegar a los cielos y convertirse en un terrible gigante verdoso, de larga coleta en su cabeza afeitada y uñas en las manos y en los pies, curvas como zarpas. Pero antes de que la amenaza del gigante se concretase de un modo claro, la playa era un navío, un buque sobre las olas del Pacífico, y el niño acompañaba a aquel otro muchacho, hijo del posadero, en la singladura que les llevaba hasta la isla donde se
oculta el tesoro del viejo y feroz pirata.
Una vez más, la doctora observó perpleja las formas de aquellas ondas. Como de costumbre, no presentaban variaciones especiales. Las frecuencias seguían sin proclamar algún cuadro particularmente extraño. Las ondas no ofrecían ninguna alteración insólita, pero el niño permanecía insensible al mundo que le rodeaba, como una estatua viva y embobada.
El niño apareció cuando derribaron el Cine Mari. Tendría unos nueve años, e iba vestido con un traje marrón sin solapas, de pantalón corto, y una camisa de piqué. Calzaba zapatos marrones y calcetines blancos. La máquina echó abajo la última pared del sótano (en la que se marcaban las huellas grotescas que habían dejado los urinarios, los lavabos y los espejos, y por donde asomaban, como extraños hocicos o bocas, los bordes seccionados de las tuberías) y, tras la polvareda, apareció el niño, de pie en medio de aquel montón de cascotes y escombros, mirando fijamente a la máquina, que el conductor detuvo bruscamente, mientras le increpaba, gritando:
–Pero qué haces ahí, chaval. Quítate ahora mismo.
El niño no respondía. Estaba pasmado, ausente. Hubo que apartarlo. Mientras las máquinas roseguían su tarea destructora, le sacaron al callejón, frente a las carteleras ya vacías cuyos cristales sucios proclamaban una larga clausura, y le preguntaban.
Pero el niño no contestó: no les dijo cómo se llamaba, ni dónde vivía. No les dio atisbo alguno de su identidad. Al cabo, se lo llevaron a la comisaría. Aquel raro atildamiento de maniquí antiguo, y el perenne mutismo, desconcertaban a los guardias. Al día siguiente, las dos emisoras daban la curiosa noticia, y en el periódico, por la mañana, salió una fotografía del niño, con su rictus serio y aquellos
ojos fijos y ausentes.
La doctora puso en marcha el aparato y comenzó a oírse otra vez el cuento. En el niño hubo un breve respingo, y sus ojos bizquearon levemente, como agudizando una supuesta atención cuyo origen tampoco podía ser comprobado. Tanto los sonidos reproducidos a través de algún instrumento como las imágenes proyectadas de modo artificial, le hacían reaccionar del mismo modo, y producían unas ondas como de emoción o súbito interés. La doctora suspiró y le palmeó las pequeñas manos,
dobladas sobre el regazo.
–Pero di algo.
El niño, una vez más, permanecía silencioso y absorto. Al parecer, su nombre era Pedro. Al poco tiempo de haberse publicado la foto en el periódico, una señora llorosa se presentaba en la redacción con la increíble nueva de que el niño era hijo suyo, un hijo desaparecido hace treinta años. La señora era viuda de un fiscal notorio por su dureza. Le acompañaban una hija cuarentona. Extendió sobre la mesa del director una serie de fotos de primera comunión en que era evidente el parecido. Acabaron por entregarle el niño a la señora, al menos mientras el caso se aclaraba definitivamente. El hecho de que un niño desaparecido treinta años antes (en un suceso misterioso que había conmovido a la ciudad y en el que se había aludido a causas de venganzas oscuras) apareciese de aquel modo, como si sólo hubiesen transcurrido unas horas, era tan extraño, tan fuera del normal acontecer, que a partir del momento en que se le atribuyó aquella
identidad, ni la prensa ni la radio volvieron a hacerse eco de la noticia, como si el voluntario silencio pudiese limitar de algún modo lo monstruoso del caso.
Sin embargo, el asunto era objeto de toda clase de hipótesis, comentarios y conclusiones en mercados y peluquerías, oficinas y tertulias y, por supuesto, en cada uno de los hogares. Hasta tal punto el tema parecía extraño, que los amigos de la familia dudaban si lo más adecuado sería darle a la madre la enhorabuena o el pésame. Al aparecido le llamaron “el niño lobo” desde que ingresó en la
Residencia, aunque la doctora señalaba lo impropio de la denominación, ya que el niño no manifestaba ningún comportamiento por el que pudiese ser asimilado a aquel tipo de fenómenos, sino sólo una especie de catatonía, de rara estupefacción. Sin embargo, las extrañas circunstancias de su aparición, aquella presencia alucinada, sugerían realmente que el niño hubiese sido recuperado fortuitamente de algún remoto entorno, virgen de presencia humana.
Puso música y el niño tuvo otro pequeño sobresalto. Era un niño muy guapo. Ahora la miraba como si quisiera decirle algo, pero ella sabía que era inútil animarle. Aquella supuesta intención era sólo una
figuración suya. El desconocido pensamiento del niño estaba muy lejos. Era una verdadera pena.
–No te voy a llevar al cine –dijo la doctora.
Primero, le reconocieron en la Residencia. Luego, la familia le había trasladado a Madrid, buscando esa mayor ciencia que siempre en provincias se atribuye a la capital. Pero no hubo mejores resultados. Cuando volvió, el niño mantenía la misma presencia atónita y, aunque las hermanas hablaban de llevarle a California (donde al parecer las cosas del cerebro estaban muy estudiadas), la madre se había acostumbrado ya a la presencia inerte de aquel muñeco de carne y hueso, y posponía la decisión de separarse de él.
De vuelta a la ciudad, el niño seguía subiendo a la Residencia, donde la doctora le miraba todas las semanas. La doctora era bastante joven, y se estaba tomando el caso con mucho interés. Además de las connotaciones médicas y científicas del asunto, le fascinaba la impasibilidad de aquel ser mudo, cuyos ojos parecían mostrar, junto a un gran olvido, un desolado desconcierto.
La evidente influencia que producía en el cerebro del niño cualquier imagen o sonido proyectado a través de medios artificiales, le había sugerido la idea de llevarle al cine. La doctora era poco aficionada al cine, sobre todo por una falta de costumbre que provenía de su origen rural, de un internado severo de monjas y de una carrera realizada con bastantes esfuerzos y poco tiempo de ocio. Sus descansos vespertinos solía emplearlos en la lectura de temas vinculados a su profesión, y sólo de modo ocasional (y más como ejercitando un obligado rito colectivo, donde lo menos significativo era el espectáculo en sí) asistía a la proyección de alguna película que la publicidad o los compañeros proclamaban como verdaderamente importante. La idea le surgió al ver las largas colas llenas de niños que rodeaban al Emperador. Al parecer, se trataba de una de esas películas de enorme éxito en todas partes, que se pregonan como muy apropiadas al público infantil, con batallas espaciales y mundos imaginarios.
La doctora se proponía observar cuidadosamente al niño a lo largo de toda la sesión, escrutando el pulso, la respiración y otras manifestaciones físicas del posible impacto que la visión de la película pudiese tener en aquel ánimo misteriosamente ajeno.
Le observó durante los primeros minutos de proyección. El niño se había acurrucado en la butaca y observaba la pantalla con una avidez de apariencia inteligente. Mientras tanto, la historia comenzaba a
desarrollarse. Una espectacular nave aérea perseguía a otra navecilla por un espacio infinito, fulgurante de estrellas, muy bien simulado. La nave perseguidora hace funcionar su artillería. La pequeña nave es alcanzada por los disparos de raro zumbido, y atrapada al fin por medio
de poderosos mecanismos. El vencedor llega para conocer su presa. Es una estampa atroz: una figura alta, oscura, con un gran casco negro parecido al del ejército, cuyo rostro está recubierto por una mezcla imprecisa de animales y objetos: ratas, mandriles, cerdos, caretas antigás.
Entonces, el niño extendió su mano y sujetó con fuerza la de la doctora. Ella sintió la sorpresa de aquel gesto con un impacto más que físico. Exclamó el nombre del niño. Le observó de cerca, al reflejo de las grandes imágenes multicolores. En los ojos infantiles persistía aquella mirada inteligente, absorta en la percepción óptica, y la doctora sintió una alegría esperanzada.
La princesa ha sido capturada, aunque ha conseguido lanzar un mensaje que sus perseguidores no advirtieron. Mientras tanto, sus robots llegan a un desierto reverberante, cuya larga, soledad sólo presiden los restos de gigantescos esqueletos. El cielo está inundado de un extraño color, en un crepúsculo de varios soles simultáneos.
Sin darse cuenta, la atención de la doctora se distrajo en aquella insólita aventura y no percibió que el niño había soltado su mano. El niño había soltado su mano, y atravesaba la oscuridad multicolor,
ascendía por la rampa de la nave, conseguía introducirse en ella como disimulado polizón.
La nave corría rápidamente el espacio oscuro, lleno de estrellas, que la rodeaba como un cobijo. Los héroes vigilaban el fondo del cielo para prevenir la aparición del enemigo.
Al fin, la doctora se dio cuenta de que el pequeño había soltado su mano y volvió la cabeza a la butaca inmediata. Pero el niño ya no estaba y, del mismo modo que había sucedido en aquella lejana
desaparición primera, la búsqueda fue completamente infructuosa.
                                
Cuentos del Reino Secreto, Madrid, Afaguara, 1982



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