martes, 5 de marzo de 2024

Patricia Highsmith , la auténtica dama del crimen


El turbulento territorio Highsmith
El 23 de junio de 1947 empezó a escribir 'Extraños en un tren'. La novela se publicaría en 1950, y su conversión al celuloide de la mano deAlfred Hitchcock le dio la fuerza para afrontar en 1951 una de sus novelas más reivindicativas, 'El precio de la sal', una historia que mostraba sin tabúes un amor homosexual. A pesar de la prohibición de su editora, Highsmith decidió seguir adelante con la publicación del libro bajo el pseudónimo Claire Morgan. Vendió un millón de copias, y su determinación se vio recompensada con la reedición de la obra en 1991 con su título original, 'Carol', y el nombre de Patricia Highsmith en la portada. Con estas dos novelas empezaría un exitoso camino literario que la convertiría en una 'outsider' a pesar del éxito.
su poder como novelista para convertir el mal en un juego psicológico protagonizado por unos personajes -marginales, marginados y marginadores- ambiguos hasta lo obsceno, turbios como la cerveza acabada de tirar, antihéroes de un mundo cuya única vía de escape es una escalera por la que trepar siguiendo el rastro del dinero.

Patricia Highsmith ha creado un mundo original, cerrado, irracional, opresivo, donde no penetramos sino con un sentimiento personal de peligro y casi a pesar nuestro, pues tenemos enfrente un placer mezclado con escalofrío
Pocos llegan a ser profetas en su propia tierra, y ella tampoco  lo fue. La crueldad de sus novelas y el pesimismo con el que mostraba un 'american way of life' a menudo pintado de un color áureo por los White Anglo-Saxon Protestant, sus personajes como antítesis de lo moralmente correcto en una nación que se presentaba como el paradigma de la libertad mientras lanzaba bombas de napalm sobre territorios sospechosos, y sobre todo, unas ideas políticas cercanas al comunismo frontalmente contrarias a los tentáculos del McCarthysmo, a lo que se sumaba una vida sexual opuesta a las doctrinas del protestantismo, fueron elementos demasiado consistentes para que sus novelas y relatos no tuvieran una fría acogida. Como a tantos escritores 'outsiders' y talentosos, Francia le abrió las puertas tras ganar con 'El Talento de Mr. Ripley' el Gran Premio de Literatura Policíaca. 


Tiene una obra extensa
'Extraños en un tren' (1949), 'Carol' (1952), 'El cuchillo' (1954), 'El talento de Ripley' (1955), 'Mar de fondo' (1957), 'Un juego para los vivos' (1958), 'Ese dulce mal' (1960), 'El grito de la lechuza' (1962), 'Las dos caras de enero' (1964), 'La celda de cristal' (1964), 'Crímenes imaginarios' (1965), 'Cómo se escribe una novela de intriga' (1966), 'El juego del escondite' (1967), 'El temblor de la falsificación' (1969), 'Once' (1970), 'La máscara de Ripley' (1970), 'Rescate por un perro' (1972), 'El juego de Ripley' (1974), 'Pequeños cuentos misóginos' (1974), 'Crímenes bestiales' (1975), 'El diario de Edith' (1977), 'A merced del viento' (1979), 'Tras los pasos de Ripley' (1980), 'La casa negra' (1981), 'Gente que llama a la puerta' (1983), 'Sirenas en el campo de golf' (1985), 'El hechizo de Elsie' (1986), 'Catástrofes' (1987), 'Small g, un idilio de verano' (1995), 'Los cadáveres exquisitos' (1995). La lista es extensa. Libros de relatos, novelas, ensayos...




El talento de Ripley





 Carol





Patricia Highsmith
El talento de Mr. Ripley (fragmento)

"Finalmente, esperó hasta que dieron las ocho, ya que sobre las siete las entradas y salidas de la casa eran más numerosas que durante el resto del día. A las ocho menos diez bajó a la planta baja para asegurarse de que la signora Buffi no estuviese trajinando por allí y tuviese cerrada la puerta; además, quería estar completamente seguro de que no hubiese nadie en el coche de Freddie, aunque, horas antes, ya había bajado a comprobar que efectivamente el coche fuera el de Freddie. Arrojó el abrigo del muerto sobre el asiento de atrás. Volvió a subir al apartamento y, arrodillándose, colocó uno de los brazos del cadáver alrededor de su cuello, apretó los dientes, y tiró hacia arriba. Dio varios traspiés al intentar apoyarse mejor en la espalda el cuerpo inerte de Freddie. También horas antes había ensayado la operación del traslado, sin apenas lograr dar un paso debido al peso del cadáver, y en aquellos momentos el cadáver pesaba exactamente lo mismo que antes, pero había una diferencia: ahora tenía que sacarlo. Dejó que los pies de Freddie se arrastrasen, y de este modo consiguió aligerar un poco el peso, y se las arregló para cerrar la puerta con el codo. Luego empezó a bajar las escaleras. A mitad del primer tramo, se detuvo al oír que alguien salía de un apartamento del segundo piso. Se quedó esperando a que quien fuese hubiera salido a la calle, y entonces reanudó su lento y vacilante descenso.
Había encasquetado uno de los sombreros de Dickie en la cabeza del muerto, para ocultar el pelo sucio de sangre. Durante la última hora, había estado bebiendo una mezcla de ginebra y Pernod con el fin de alcanzar un estado de ebriedad perfectamente calculada y que le permitiera convencerse a sí mismo de que era capaz de moverse con cierto aire de indiferencia y, al mismo tiempo, conservar el valor, incluso la temeridad, suficiente para arriesgarse sin pestañear. El primer riesgo, lo peor que podía pasarle, era que el peso de Freddie le hiciese caer antes de llegar al coche y meter el cadáver dentro. Tom cumplió lo que se había jurado a sí mismo: no detenerse a descansar mientras bajaba las escaleras. Tampoco salió nadie más de alguno de los pisos, ni entró ningún vecino procedente de la calle. Durante las horas pasadas en el piso, Tom se había estado imaginando los posibles contratiempos que se encontraría al salir: la signora Buffi o su esposo saliendo de su vivienda en el preciso instante en que él llegaba al final de las escaleras; un desmayo que haría que le encontrasen tumbado en el suelo junto al cadáver; la posibilidad de que, habiendo dejado el cuerpo en el suelo para descansar, luego no pudiera volver a alzarlo. Se lo había imaginado todo con tal intensidad, que ahora el simple hecho de haber llegado abajo sin que se confirmara uno solo de sus temores le daba la sensación de estar protegido por alguna fuerza mágica que le hacía olvidarse del enorme peso que transportaba en el hombro.
Echó una ojeada a través de las cristaleras de la puerta. La calle parecía normal. Un hombre pasaba por la acera de enfrente, aunque siempre pasaba alguien por una de las aceras. Abrió la primera puerta con el pie y la cruzó arrastrando a Freddie. Antes de cruzar la otra puerta, cambió el peso de hombro, agachando la cabeza bajo el cadáver, y sintiéndose orgulloso de su propia fuerza, hasta que el dolor del brazo que había quedado libre le hizo volver a la realidad. Tenía el brazo demasiado cansado siquiera para rodear la cintura de Freddie. Apretó más los dientes y. dando tumbos bajó los cuatro peldaños que daban a la acera, no sin golpearse una cadera contra la columna de piedra del final de la balaustrada.
Un hombre que venía por la acera aflojó el paso como si fuera a detenerse, pero prosiguió su camino sin hacerlo.
Tom decidió que si alguien se le acercaba, le arrojaría tal vaharada de Pernod al rostro que no necesitarían preguntarle qué le pasaba. Mentalmente, Tom iba soltando maldiciones contra los transeúntes que cruzaban por su lado. Pasaron cuatro personas pero sólo dos le miraron. Se detuvo un momento para que pasara un coche, luego, dando unos pasos rápidos y empujando, metió la cabeza de Freddie por la ventanilla del coche y empujó lo bastante para que le bastara apoyar el cuerpo en el cadáver a fin de que no cayera mientras tomaba un respiro. Miró alrededor, bajo la luz del farol al otro lado de la calle, hacia las sombras que había frente a su casa. "



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