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La noche. Cuánta luz.
Y todos vamos,
cargados
de juguetes o de joyas,
cruzando
una ciudad multicolor y helada
cubierta
con racimos de bombillas
azules,
verdes, rojas,
que dibujan
la
serpiente eléctrica de las lentejuelas de oro frío
en
la tirantez aterida del aire.
En
los escaparates brilla
la
sombra luminosa de otros escaparates
y
la desordenada sombra de un mendigo,
y
los niños mantienen los ojos muy abiertos.
(El
tren y las espadas. Las estrellas.
La
nave intergaláctica y la luna.
La
muñeca habladora
y esa nieve
que
cae sin cesar
sobre
la tumba inmortal de nuestra infancia.)
Cuánta
luz,
desgranada como un confeti
sobre
estas alegres calles
por
las que todos vamos como brujos felices,
cargados
de mortalidad y de regalos.
F.B.R.
(Del
libro Escaparate de venenos,
Tusquets Editores, 2000)
Cuento de Navidad Ray Bradbury
El
cohete despegó y se lanzó hacia arriba al espacio oscuro. Lanzó una estela de
fuego y dejó atrás la Tierra, un 24 de diciembre de 2052, para dirigirse a un
lugar donde no había tiempo, donde no había meses, ni años, ni horas. Los
pasajeros durmieron durante el resto del primer “día”. Cerca de medianoche,
hora terráquea según sus relojes neoyorquinos, el niño despertó y dijo:
-Quiero mirar por el ojo de buey.
-Todavía no -dijo el padre-. Más tarde.
-Quiero ver dónde estamos y a dónde vamos.
-Espera un poco -dijo el padre.
El padre había estado despierto, volviéndose a un lado y a otro,
pensando en la fiesta de Navidad, en los regalos y en el árbol con sus velas
blancas que había tenido que dejar en la aduana. Al fin creyó haber encontrado
una idea que, si daba resultado, haría que el viaje fuera feliz y maravilloso.
-Hijo mío -dijo-, dentro de medía hora será Navidad.
-Oh -dijo la madre, consternada; había esperado que de algún
modo el niño lo olvidaría. El rostro del pequeño se iluminó; le temblaron los labios.
-Sí, ya lo sé. ¿Tendré un regalo? ¿Tendré un árbol? Me lo
prometieron.
-Sí, sí. todo eso y mucho más -dijo el padre.
-Pero… -empezó a decir la madre.
-Sí -dijo el padre-. Sí, de veras. Todo eso y más, mucho más.
Perdón, un momento. Vuelvo pronto.
Los dejó solos unos veinte minutos. Cuando regresó, sonreía.
Inventa un final
Cuento de Navidad
[Cuento - Texto completo.]
Ray Bradbury
El día siguiente sería Navidad y, mientras los tres se dirigían a la estación de naves espaciales, el padre y la madre estaban preocupados. Era el primer vuelo que el niño realizaría por el espacio, su primer viaje en cohete, y deseaban que fuera lo más agradable posible. Cuando en la aduana los obligaron a dejar el regalo porque excedía el peso máximo por pocas onzas, al igual que el arbolito con sus hermosas velas blancas, sintieron que les quitaban algo muy importante para celebrar esa fiesta. El niño esperaba a sus padres en la terminal. Cuando estos llegaron, murmuraban algo contra los oficiales interplanetarios.
-¿Qué haremos?
-Nada, ¿qué podemos hacer?
-¡Al niño le hacía tanta ilusión el árbol!
La sirena aulló, y los pasajeros fueron hacia el cohete de Marte. La madre y el padre fueron los últimos en entrar. El niño iba entre ellos, pálido y silencioso.
-Ya se me ocurrirá algo -dijo el padre.
-¿Qué…? -preguntó el niño.
El cohete despegó y se lanzó hacia arriba al espacio oscuro. Lanzó una estela de fuego y dejó atrás la Tierra, un 24 de diciembre de 2052, para dirigirse a un lugar donde no había tiempo, donde no había meses, ni años, ni horas. Los pasajeros durmieron durante el resto del primer “día”. Cerca de medianoche, hora terráquea según sus relojes neoyorquinos, el niño despertó y dijo:
-Quiero mirar por el ojo de buey.
-Todavía no -dijo el padre-. Más tarde.
-Quiero ver dónde estamos y a dónde vamos.
-Espera un poco -dijo el padre.
El padre había estado despierto, volviéndose a un lado y a otro, pensando en la fiesta de Navidad, en los regalos y en el árbol con sus velas blancas que había tenido que dejar en la aduana. Al fin creyó haber encontrado una idea que, si daba resultado, haría que el viaje fuera feliz y maravilloso.
-Hijo mío -dijo-, dentro de medía hora será Navidad.
-Oh -dijo la madre, consternada; había esperado que de algún modo el niño lo olvidaría. El rostro del pequeño se iluminó; le temblaron los labios.
-Sí, ya lo sé. ¿Tendré un regalo? ¿Tendré un árbol? Me lo prometieron.
-Sí, sí. todo eso y mucho más -dijo el padre.
-Pero… -empezó a decir la madre.
-Sí -dijo el padre-. Sí, de veras. Todo eso y más, mucho más. Perdón, un momento. Vuelvo pronto.
Los dejó solos unos veinte minutos. Cuando regresó, sonreía.
-Ya es casi la hora.
-¿Me prestas tu reloj? -preguntó el niño.
El padre le prestó su reloj. El niño lo sostuvo entre los dedos mientras el resto de la hora se extinguía en el fuego, el silencio y el imperceptible movimiento del cohete.
-¡Navidad! ¡Ya es Navidad! ¿Dónde está mi regalo?
-Ven, vamos a verlo -dijo el padre, y tomó al niño de la mano.
Salieron de la cabina, cruzaron el pasillo y subieron por una rampa. La madre los seguía.
-No entiendo.
-Ya lo entenderás -dijo el padre-. Hemos llegado.
Se detuvieron frente a una puerta cerrada que daba a una cabina. El padre llamó tres veces y luego dos, empleando un código. La puerta se abrió, llegó luz desde la cabina, y se oyó un murmullo de voces.
-Entra, hijo.
-Está oscuro.
-No tengas miedo, te llevaré de la mano. Entra, mamá.
Entraron en el cuarto y la puerta se cerró; el cuarto realmente estaba muy oscuro. Ante ellos se abría un inmenso ojo de vidrio, el ojo de buey, una ventana de metro y medio de alto por dos de ancho, por la cual podían ver el espacio. El niño se quedó sin aliento, maravillado. Detrás, el padre y la madre contemplaron el espectáculo, y entonces, en la oscuridad del cuarto, varias personas se pusieron a cantar.
-Feliz Navidad, hijo -dijo el padre.
Resonaron los viejos y familiares villancicos; el niño avanzó lentamente y aplastó la nariz contra el frío vidrio del ojo de buey. Y allí se quedó largo rato, simplemente mirando el espacio, la noche profunda y el resplandor, el resplandor de cien mil millones de maravillosas velas blancas.
FIN
NOCHEBUENA
Eduardo Galeano
Fernando Silva dirige el hospital de
niños, en Managua.
En vísperas de
Navidad, se quedó trabajando hasta muy tarde. Ya estaban sonando los cohetes, y
empezaban los fuegos artificiales a iluminar el cielo, cuando Fernando decidió
marcharse. En su casa lo esperaban para festejar. Hizo una última recorrida por
las salas, viendo si todo quedaba en orden, y en eso estaba cuando sintió que
unos pasos lo seguían. Unos pasos de algodón: se volvió y descubrió que uno de
los enfermitos le andaba detrás. En la penumbra, lo reconoció. Era un niño que
estaba solo. Fernando reconoció su cara ya marcada por la muerte y esos ojos
que pedían disculpas o quizá pedía permiso.
Fernando se acercó y el niño lo rozó
con la mano:
–Decile a… –susurró el niño–. Decile a
alguien, que yo estoy aquí.
[De El libro
de los abrazos]
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