martes, 15 de octubre de 2024

Los influencers medievales Dante ... y otros

 

Los «influencers» del Mester de Clerecía: Dante, Petrarca, Boccaccio, Chaucer…

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Estos días hemos estado hablando de la cultura en la Edad Media y comentamos cómo a lo largo de los siglos medievales se van incorporando nuevos conceptos y nuevas formas de pensar y de escribir. Gran parte de estos cambios se deben a estos cuatro personajes que comentamos en clase, auténticos «influencers» medievales.

DANTE ALIGHIERI (1263-1321)

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Dante Alighieri (Florencia, 1265- Rávena, 1321) fue el poeta italiano más importante de su época. Su obra maestra, la Divina comedia,  constituye una de las cimas de la literatura universal.

Perteneciente a una familia aristocrática, Dante comenzó su actividad literaria desde muy joven y se inició en el cultivo de la lírica siguiendo el estilo que él mismo bautizaría como dolce stil nuovo, expresión con la que alude a la poesía italiana que, en la segunda mitad del siglo XIII, evita los tópicos de la poesía cancioneril y busca una expresión dulce –más sencilla y cercana– del sentimiento amoroso para adaptarse a los gustos de la pujante clase burguesa.

Siendo aún muy joven se enamoró de Beatriz Portinari, cuya muerte en 1290 lo marcaría profundamente. Dante hace un homenaje a Beatriz en la Divina comedia, además de tomarla como inspiración para su obra Vida nueva (1292).

Dante intervino como miembro de los güelfos blancos  en las luchas entre los partidarios del Imperio y el Papado. A consecuencia de sus actividades  públicas como miembro del Consejo de los Ciento, fue desterrado de Florencia. En el exilio, Dante defendió apasionadamente los derechos del emperados y la necesidad de reconstruir el antiguo Imperio, idea que no abandonó hasta su muerte.

La Divina comedia

La obra más importante de Dante es la Divina comedia, poema alegórico imprescindible en la cultura y la literatura europea, tanto medieval como prerrenacentista, ya que su texto abre nuevas puertas y caminos creativos que marcarán la evolución del arte en las siguientes décadas.

La Divina comedia es un poema épico escrito en dialecto toscano que se divide en tres grandes partes: Infierno, Purgatorio y Paraíso. A su vez, cada una de estas partes se subdivide en cantos compuestos por tercetos.

Desde el lunto de vista de su construcción literaria, la obra de Dante está llena de elementos simbólicos, entre los que destaca la importancia del número tres. Esta cifra, que alude a la trinidad cristiana, está presente en toda la obra: tres son las partes que la componen, tres los versos de cada una de sus estrofas y tres los personajes principales, dotados, a su vez, de significado alegórico: Dante (que representa al ser humano), Beatriz (alegoría de la fe) y Virgilio (alegoría de la razón).

La obra posee, por tanto, un complejo sentido alegórico y trascendente. Desde el punto de vista de su argumento, cada una de sus tres partes puede resumirse como sigue:

  • Infierno: en esta primera parte, Dante recorre, acompañado de Virgilio, los nueve circulos infernales. En cada círculo observan a un grupo de condenados por diversos pecados, incluyendo a personajes literarios, mitológicos e históricos a los que juzga y valora por sus acciones y cualidades. Cada uno de los castigos descritos se ajusta al pecado cometido y se repite eternamente.
  • Purgatorio: Dante y Virgilio llegan al Purgatorio. Siguiendo con la imagen de los círculos concéntricos del Infierno, el Purgatorio se presenta como una montaña con laderas escalonadas y redondas, simétricas a los círculos infernales. En cada uno de los escalones, Dante se redime de uno de sus pecados. Hacia el final de esta parte, Dante y Virgilio deben despedirse, ya que los paganos –como Virgilio– no pueden acceder al Paraíso. Esta despedida constituye una de las escenas más conmovedoras de toda la obra.
  • Paraíso: Dante, al fin, llega al Paraíso, descrito como una rosa en la que cada uno de los pétalos es un alma. Allí es donde el poeta se encuentra con su amada muerta, Beatriz.

La Divina comedia se convirtió en el modelo de la poesía alegórica de los siglos XIV y XV. Su enorme influencia ha seguido viva hasta la actualidad.

Un fragmento de la Divina comedia

El segundo círculo. Los lujuriosos

Bajé desde el primero hasta el segundo
círculo que menor trecho ceñía
más dolor, que me apiada, más profundo.

Minos horriblemente allí gruñía:
examina las culpas a la entrada
y juzga y manda al tiempo que se lía. […]

Allí multitud de almas se revuelve;
una tras otra a juicio van pasando;
dicen y oyen, y abajo las devuelve.

«¡Oh tú que al triste hospicio estás llegando»,
dijo al fijarse en la presencia mía,
el importante oficio abandonando,

ve cómo entras y en quién tu alma confía;
no te engañe la anchura de la entrada!»
«¿Por qué así gritas?», replicó mi guía,

no impedir quieras su fatal jornada:
así se quiso allá donde es posible
lo que se quiere, y no preguntes nada.»

Ahora empieza mi oído a ser sensible
a las dolientes notas, ahora llego
donde me alcanza un llanto incontenible.

En un lugar de luz mudo me vi luego,
que mugía cual mar tempestuosa
a la que un viento adverso embiste ciego.

La borrasca inferna, que no reposa,
rapazmente a las almas encamina:
volviendo y golpeando las acosa.

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Cuando llegan delante de la ruina,
son los gritos, el llanto y el lamento,
allí maldicen la virtud divina.

Entendí que merecen tal tormento
aquellos pecadores que, carnales,
someten la razón al sentimiento.

Cual estorninos, que en los invernales
tiempos vuelan unidos en bandada,
acá, allá, acullá, por vendavales

la turba de almas malas es llevada,
sin esperanzas –que les preste aliento–
de descanso o de pena aminorada.

Y cual grullas que cantan su lamento,
formndo por los aires larga hilera,
se acercaron así, con triste acento,

sombras, que aquel castigo allí trajera,
dije entonces: «Maestro, ¿quiénes son
víctimas de este viento?». «La primera

de estas almas, que ves, de perdición»,
me respondió, «la emperatriz ha sido
de muchas hablas de distinto son.

Presa de la lujuria, ha confundido
la libido y lo lícito en su ley
por huir del reproche merecido.

Semíramis se llama: fue del rey
Nino la sucesora, y fue su esposa,
donde se asienta del sultán la grey.

La otra al suicidio se entregó amorosa
y las siqueas cenizas traicionó;
detrás va Cleopatra lujuriosa;

mira a Helena, que al tiempo convocó
de la desgracia a Aquiles esforzado,
que por amor, al cabo, combatió.

Ve a Paris, a Tristán». Y así ha nombrado
de aquellas almas un millr corrido,
que amor de nuestra vida ha separado.

FRANCESCO PETRARCA (1304-1374)

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Fue uno de los poetas italianos más importantes del siglo XIV. Su obra constituye el inicio de la corriente literaria que lleva su nombre, el petrarquismo, y que se convierte en la tendencia poética fundamental del Renacimiento italiano y español.

Petrarca comenzó sus estudios en Aviñón y, más tarde, cursó la carrera de Leyes en Montpellier y Bolonia, compaginando sus estudios académicos con la lectura de los poetas provenzales, a los que admiraba y cuyo lenguaje e ideario poético revolucionaría tiempo después.

En 1326 regresó a Aviñón y un año después se enamoró de Laura, la mujer a la que dedicó muchos de sus poemas. En 1348 obtuvo un cargo eclesiástico en Parma y posteriormente vivió en Milán, Padua, Venecis y Arquà. También estuvo en Florencia, donde mantuvo un importante encuentro con Boccaccio, ya que ambos coincidían en su espíritu humanista. Su amistad supuso un importante motor para la evolución y difusión del humanismo.

Petrarca compuso algunas de sus obras eruditas en latín, como la colección de semblanzas biográficas De viris illustribus (Sobre los hombres ilustres) o la compilación Rerum memorandum libri (Los libros de las cosas que se han de recordar). Sin embargo, el escritor debe su fama a su obra en italiano y, muy especialmente, a su Cancionero, que supuso una auténtica revolución en las tendencias poéticas de su tiempo.

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El Cancionero de Petrarca está compuesto por una colección de trescientos sesenta y seis poemas, entre los que destacan sus trescientos diecisiete sonetos; forman parte también del poemario treinta canciones, nueve sextinas y diversas baladas y madrigales. Su principal novedad reside en la organización, coherente y cohesionada del material lírico, que presenta los poemas como un conjunto organizado, ordenado cronológica y temáticamente.

Así pues, el Cancionero se presenta como un autobiográfica ficticia y poética en la que su autor expresa los diversos estados de su pasión amorosa. Dedicado a su amada Laura, la obra se abre con un soneto-prólogo, en el que Petrarca se dirige a los lectores y reflexiona sobre sus experiencias amorosas pretéritas. A partir de ese momento, en el poemario se suceden los diversos estados del amor: la ilusión, la pasión, el desengaño…

El tema del Cancionero es el amor –tal y como afirma Petrarca– «e non solo». En este sentido, podemos observar tres directrices temáticas fundamentales: el amor por Laura, el amor por la fama y el amor hacia Dios. El primero y último son dos motivos –amor humano y amor divino– ya existentes y presentes en la literatura medieval; en cuanto al amor por la fama, se trata de un rasgo propio del pensamiento humanista.

El Cancionero de Petrarca tuvo una enorme influencia en la poesía europea. Con su obra, Petrarca sentó las bases de los futuros poemarios amorosos y dio forma definitiva a una serie de tópicos que se convertirían en habituales en la poesía de los siglos XV, XVI y XVII. Entre algunas de sus influencias podemos destacar las siguientes:

  • Composición de un soneto-prólogo inicial.
  • Tratamiento del tema amoroso vinculado a tópicos de la literatura clásica, como el locus amoenus o el carpe díem.
  • Empleo de imágenes mitológicas y presencia de las fuentes literarias grecolatinas, como las Metamorfosis de Ovidio.
  • Simplificación estilística con respecto a la poesía provenzal y cancioneril.
  • Creación de un nuevo canon de belleza (la amada petrarquista es rubia, de ojos claros y tez muy pálida).
  • Empleo del soneto como forma máxima de expresión poética..

Además del Cancionero, Petrarca también es recordado por sus Triunfos, una serie de poemas alegóricos en los que el autor italiano desplegó gran parte de la erudita formación intelectual que había alcanzado.

El Cancionero

I

Vosotros que escucháis en sueltas rimas
el quejumbroso son que me nutría
en aquel juvenil error primero
cuendo en parte era otro del que voy,

del vario estilo en que razono y lloro
entre esperanzas vanas y dolores,
en quien sepa de amor por excelencia,
además de perdón, piedad espero.

Pero ahora bien sé que tiempo anduve
en boca de la gente, y a menudo
entre mí de mí mismo me avergüenzo,

de mi delirio la vergüenza es fruto,
y el que yo me arrepienta y claro vea
que cuanto agrada al mundo es breve sueño.

XIII
Cuando de tanto en tanto entre las otras
se muestra Amor en el semblante de ella,
cuanto menos le siguen en belleza
crece más el afán que me enamora.

Y bendigo el lugar como el instante
que nis ojos tan alto vislumbraron,
y digo: «Da las gracias, alma mía,
que llamada a tal honra fuiste entonces.

De ella te viene el dulce pensamiento,
que al seguirlo te lleva al bien supremo,
y en poco tienes lo que muchos quieren.

de ella te viene esa animosa gracia
que al cielo te conduce rectamente,
de modo que ya gozo en la esperanza».

XVII
Lluévenme amargas lágrimas del rostro
con un viento angustioso de suspiros,
cuando vuelvo hacia vos los ojos míos,
por quien solo del mundo yo me aparto.

Es cierto que la dulce mansa risa
aún apacigua mis deseos ardientes,
y me sustrae del fuego de martirios,
mientras atento y fijamente os miro.

Pero luego el aliento se me hiela
cuando veo al partir que mis estrellas
esos gestos suaves de mí apartan,

Librada al fin con amorosas llaves
sale del pecho el alma por seguiros
y tras mucho pensar de allí se arranca.

LXI
Bendito sea el día, el mes y el año
y la estación, la hora y el instante
y el país, y el lugar donde fui preso
de los dos bellos ojos que me ataron,

y bendito el afán dulce primero
que al ser uniod con Amor obtuve,
y el arco y las saetas que me hirieron,
y las llagas que van hasta mi pecho.

Benditas cuantas voces esparciera
al pronunciar el nombre de mi dueño,
y el llanto, y los suspiros, y el deseo

y sean benditos los escritos todos,
con que fama le doy, y el pensar mío,
que pertenece a ella, y no a otra alguna.

GIOVANNI BOCCACCIO ( 1313-1375)

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Giovanni Boccaccio es uno de los autores italianos más importantes del siglo XIV. De su biografía sabemos que nació en 1313, probablemente en Certaldo, una pequeña villa cercana a Florencia. Al parecer, Boccaccio ue hijo ilegítimo de un agente comercial al servicio de los Bardi, una de las familias de banqueros más poderosas de toda Italia. Gracias al éxito mercantil e incluso político de su padre, Boccaccio pudo disfrutar  de una infancia acomodada y de una esmerada educación. Cuando contaba catorce años, se trasladó con su familia a Nápoles.

En 1340 Giovanni Boccaccio regresó a Florencia. Allí, frente al esplendor de la corte napolitana, descubrió la crisis económica que, desde 1345, atravesaba la ciudad. Esta crisis, agravada en 1348 a causa de la peste negra, causó una honda impresión en el autor, quien justo un año después comienza la redacción de su gran obra, el Decamerón.

Concluido el Decamerón en 1351, Boccaccio compaginó su actividad literaria con el estudio filológico y la realizacion de diversas tareas diplomáticas. El 21 de diciembre de 1375 el autor fallecía en la villa de Certaldo.

La obra de Boccaccio puede dividirse en dos grandes grupos de composiciones: textos literarios en toscano y textos eruditos en latín. Los primeros fueron compuestos, en su mayoría, antes de 1345 –con la excepción del Decamerón–, mientras que los segundos ocuparon prácticamente la totalidad de su vida en Florencia.

Boccaccio compuso poemas mitológicos (Caccia di Diana), alegóricos (Amorosa visione), pastoriles (Ninfale fiesolano), etc. Sin embargo, su obra más célebre es, sin duda, la colección de cuentos del Decamerón. Su título, que significa «Diez días», nos da el primer dato importante sobre su estructura interna: se trata de una colección de cien cuentos, distribuidos en diez jornadas y explicados por diez narradores (siete mujeres y tres hombres). El marco narrativo de esta obra se corresponde con el estallido de la peste negra de 1348, hecho que obliga a diez personajes a refugiarse en una mansión campestre, donde deciden comenzar con la narración de relatos para amenizar el tiempo que han de pasar allí encerrados. Por este motivo, cada día, un rey o una reina de la reunión propone un tema sobre el que cada uno de los compañeros relatará un cuento. En este sentido, el marco narrativo del Decamerón supone una clara evolución frente a las colecciones de cuentos medievales, como Las mil y una noches, en las que el hilo conductor de todas las historias solía ser mucho más débil.

Entre los temas que abordan a lo largo de la obra, destacan los asuntos y motivos propios de la sociedad burguesa y mercantil coetánea del autor. Boccaccio retrata con agudeza los rasgos más característicos del mundo social de su tiempo y elabora retratos psicológicos sencillos, y, a la vez, eficaces, de los personajes que intervienen en los relatos.

Los cuentos pueden clasificarse en grandes grupos de acuerdo con el tema central que desarrollan. De este modo, podemos diferenciar cuentos sobre la astucia y el ingenio, de inspiración claramente popular y folclórica; cuentos que exaltan los ideales cortesanos, admirados por Boccaccio gracias a sus vivencias napolitanas; cuentos en los que se advierte de los peligros del amor y los engaños de la mujer, donde se recogen muchos de los tópicos más habituales de la misoginia medieval; y, por último, cuentos en los que se idealiza el sentimiento amoroso como una de las emociones más naturales y necesarias del ser humano.

La influencia del Decamerón en la literatura universal posterior es innegable; en el marco de la literatura española, sirvió para sentar las bases de la novela breve del Siglo de Oro.

 «La historia de Chichibio»

Conrado Gianfigliazzi […] fue siempre en nuestra ciudad noble ciudadano, liberal y magnífico, viviendo a lo caballero, deleitándose siempre con sus perros y azores […]. Un día, Perétola, un halcón suyo, cazó una grulla muy gorda y joven, y él la mandó a un buen cocinero suyo que era veneciano y se llamaba Chichibio, diciéndole que para la cena le asase y aderezase bien. Chichibio, que era, y lo parecía, un gran mentecato, preparó la grulla, púsola al fuego y comenzó solícitamente a cocerla. Y estando ya casi cocida y despidiendo furte aroma, ocurrió que una mujercilla del barrio, llamada Brunita, de la que estaba Chichibio muy enamorado, entró en la cocina. Y advirtiendo el olor de la grulla, y viéndola, rogó a Chichibio que le diese una pata. Chichibio cantanto, le dijo:

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–No la tendréis de mí, doña Brunita, no la tendréis de mí, os lo aseguro.

Y ella, amoscada, le dijo:

— Pues a fe que, si no me la das, nunca recibirás de mí cosa que te agrade.

Y, en suma, hubo muchas palabras. Al fin, Chichibio, por no enojar a su amada, cortó una de las patas de la grulla y se la dio.

Puesta, pues, ante Conrado y algunos forasteros la grulla sin pata, maravillóse Conrado e hizo llamar a Chichibio, y le preguntó qué se había hecho de la otra pata de la grulla. A lo que el embustero veneciano respondió:

— Señor, las grullas no tienen más que una pata.

Conrado, muy mohíno, dijo:

— ¿Cómo diablos no tienen más que una pata? ¿No he visto yo más grullas que esta?

–Es lo que yo os digo, señor, y cuando os plazca os lo haré ver en las vivas– dijo Chichibio.

— Ya que pretendes hacérmelo ver en las vivas, quiero verlo mañana y seré contento. Pero te juro por el cuerpo de Cristo que, si de otro modo es el caso, de tal forma te trataré que mientras vivas te acordarás de mi nombre.

Y, por aquella tarde concluyó las palabras. Y al día siguiente, al amanecer, Conrado, a quien la ira no había dejado dormir, levantose muy enojado todavía y mandó que le trajesen caballos, e hizo montar a Chichibio en un rocín y le llevó hacia un arroyo en cuya orilla solían verse grullas, y dijo solemnemente:

— Pronto veremos quién mintió ayer tarde: tú o yo.

Chichibbio, viendo que aún duraba la ira de Conrado y que le convenía acreditr su mentira, sin saber cómo hacerlo, cabalgaba medrosísimo junto a Conrado, y de buen grado hubiera huido si hubiese podido. Ora miraba a un lado, ora a otro, y todo lo que veía le parecían grullas de dos patas. Pero ya cercanos al arroyo, vieron sobre la orilla hasta doce grullas, todas sobre una pata, como hacen cuando duermen. Y, mostrándose vivamente a Chichibio, dijo:

— Bien podéis ver, señor, que ayer tarde os dije la verdad al afirmar que las grullas no tenían más que una pata y, si no, mirad esas.

–Espera un momento y te mostraré que tienen dos– dijo Conrado.

Y, acercándose algo, gritó: «¡Oh, oh!», ante lo cual las grullas bajaron la otra pata y comenzaron a huir. Volviose, pues, Conrado a Chichibio y le dijo:

— ¿Qué te parece, bergante? ¿Tienen dos patas o no?

Chichibio, abrumado, respondió:

— Sí, señor, mas vos no gritasteis: «¡Oh, oh!» a la de ayer; que si así hubieseis gritado, a buen seguro que ella hubiera sacado la otra pata, como estas.

Tanto plugo a Conrado esta respuesta, que toda su ira se trocó en risa y algazara, y dijo:

— Razón tienes, Chichibio: de esta suerte debí hacerlo.

Y así se reconciliaron criado y señor.

GEOFFREY CHAUCER (1343-1400)

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Hijo de un vinatero proveedor de la corte, se cree que asistió a la escuela de gramática latina de la catedral de San Pablo y que estudió leyes en el Inns of Court. En 1357 era paje de la condesa del Ulster, y más tarde (h. 1367) escudero de Eduardo III. Hombre cercano a la corte, alrededor de 1366 contrajo matrimonio con Philippa Roet, dama de compañía de la reina.

Desempeñó los cargos de interventor de aduanas en el puerto de Londres (1374-1386) y luego de juez de paz en Kent, parlamentario y encargado de los jardines y palacios reales. En comisiones reales, realizó diversos viajes al reino de Navarra, a Francia e Italia, lo que le sirvió para conocer la obra de Dante, de Petrarca y de Boccaccio. Al final de su vida alquiló una casa en las proximidades de la abadía de Westminster, y obtuvo el privilegio de ser enterrado en esta.

Buen conocedor de la literatura cortesana francesa (Deschamps, Machault), su influencia se deja sentir en la primera parte de su obra; se le atribuye la traducción al inglés del célebre Roman de la rose, del que sólo se conservan algunos fragmentos. Esta influencia es así mismo patente en el Libro de la duquesa (Book of the Duchesse, h. 1374), su primera obra, escrita en tono elegíaco y dedicada a su protector, Juan de Gante, con motivo de la muerte de su primera esposa, Blanche.

Su primera estancia en Italia data de 1372, cuando se trasladó a Génova para cerrar un acuerdo comercial, y con este motivo entró en contacto con la literatura italiana, de cuya influencia son una clara muestra sus poemas La casa de la Fama (The House of Fame, 1380) y El parlamento de las aves (The Parlement of Fowls, 1382).

El primero, de dos mil versos, refiere en tono humorístico el accidentado viaje del poeta a lomos de un águila dorada rumbo al palacio de la diosa Fama. El segundo, que contiene muchos de los elementos típicos de los géneros cortesanos de la época, describe una reunión de toda clase de aves, con motivo de la fiesta de San Valentín, para elegir su pareja, lo cual da motivo a una águda sátira llena de comicidad.

Entre sus obras de influencia italiana figura también Troilo y Crésida (Troilus and Criseyde, 1383-1385), un largo poema de ocho mil versos que relata una historia de amores desgraciados en el marco de la guerra de Troya, y que al parecer ofendió a la esposa de Ricardo II, Ana de Bohemia. La leyenda de las mujeres virtuosas (The Legende of Good Women, obra inconclusa escrita al año siguiente, (1386), podría obedecer a la voluntad de desagraviar a la dama. El poeta se acusa en el prólogo de haber cantado a una mujer infiel, y se propone, para redimirse, la tarea de cantar las vidas de toda una galería de mujeres fieles que murieron por amor.

La obra más ambiciosa de Chaucer es, sin embargo, Los cuentos de Canterbury (Canterbury Tales), conjunto de relatos en verso inspirados en el El Decamerón, que debió de componer entre 1386 y 1400. El poeta escribió en realidad sólo la cuarta parte de los cuentos que planeó en un principio, aunque la muestra recoge ya casi todos los géneros de la cuentística medieval. La obra desempeñó un papel crucial en la fijación de la gramática y la lengua inglesas. Chaucer se revela como gran artista y profundo psicólogo, capaz de imprimir gran vivacidad a la narración y impregnarla de un humor malicioso y profundamente humano.

Siguiendo el modelo de Boccacio, pero utilizando el verso endecasílabo que será tradicional en la poesía inglesa, Chaucer reúne en una taberna londinense a una serie de peregrinos procedentes de todos los estamentos sociales (un monje aficionado a la caza, un párroco inculto y bueno, un estudiante de Oxford, una viuda de varios maridos… y hasta el mismo autor), que viajan a la catedral de Canterbury, donde se encuentra la tumba de santo Tomás Becket. En la taberna, el mesonero, que se une al grupo, propone que cada personaje narre dos historietas a la ida y otras dos al regresar, reservando un premio para el mejor narrador.

A lo largo del libro, Chaucer nos va describiendo el aspecto, las actividades y las discusiones de esos peregrinos, en cuadros llenos de vida y color. Además, adecúa el tema y el lenguaje de los cuernos a las peculiaridades de cada narrador. La originalidad radica, pues, más en el marco de los relatos que en los relatos mismos, lo que hace de esta obra un magnífico fresco de la Edad media y un claro antencedente de la novela moderna.

En el conjunto de estos relatos se advierte, además,  la misma ambigüedad en la relación con la Iglesia y la religión que marca otras obras del poeta: los poemas satíricos y picantes alternan con los de temática piadosa, aunque los primeros son mucho más numerosos.

Sin embargo, la obra termina con una confesión en la que el autor se retracta de los cuentos menos edificantes, así como de obras anteriores suyas, como Troilo y Crésida. El reconocimiento de Chaucer creció notablemente durante el Renacimiento, si bien su posición fundacional en la literatura inglesa no ha dejado de reconocerse con posterioridad.

Una esposa entre un millón

Gualterio era un joven fuerte, atractivo y gentil que había heredado de su padre el gobierno de una pequeña provincia en los confines de Italia. Cuando Gualterio asumió el poder, todos los granjeros y campesinos de sus tierras se sintieron orgullosos de su nuevo gobernante. No sólo acataban sus disposiciones con agrado y pagaban sin rechistar los impuestos,sino que anhelaban que Gualterio tuviera un hijo para asegurarse ungobierno próspero en los tiempos futuros.
En la casa solariega las generaciones se habían sucedido siempre con la misma constancia con que el verano sigue a la primavera y el invierno al otoño, pero Gualterio no parecía albergar propósito alguno de casarse ni de tener hijos. El joven se pasaba los días cazando, sin preocuparse por su futuro, así que los habitantes de la provincia empezaron a impacientarse.
Cierto día, un grupo de campesinos se armó de valor y pidió audiencia a Gualterio.
—Nos inquieta veros soltero y sin descendencia —le dijeron.
—La verdad es que nunca había pensado en tomar esposa —respondió Gualterio—, pero supongo que tenéis razón. No os preocupéis: pronto elegiré a una mujer que me convenga y me casaré con ella.

Los vasallos de Gualterio suspiraron aliviados, y los preparativos de la boda se iniciaron casi al instante.
—¡En la fiesta habrá más de doscientos invitados! —anunciaban los cocineros a los mercaderes a las puertas de la mansión.
—¡Ha comprado joyas dignas de una princesa! —explicaban los mercaderes a sus esposas.
—¡Ha encargado en Padua un vestido de novia hecho con la mejor seda! —cotilleaban las mujeres.

—Pero ¿quién es la novia? —se preguntaban todos.
En la fecha fijada para la boda, Gualterio salió de su mansión acompañado por un séquito de cincuenta criados vestidos con sus mejores galas, y con la intención de ir en busca de su esposa. Al llegar al límite de sus posesiones, el joven detuvo su caballo ante una casucha destartalada y llena de goteras. Y es que no era del todo cierto que Gualterio no hubiera pensado nunca en casarse; una vez, mientras cabalgaba junto a aquella choza, se había dicho a sí mismo: «Si alguna vez me caso, me casaré con Griselda».
Además de la hermosura, Griselda poseía todas las cualidades que cualquier hombre puede desear. Trabajaba sin descanso —hilaba lana, lavaba y tendía, cuidaba las escasas y esqueléticas ovejas de su padre—, nunca cotilleaba o se reía a tontas y a locas como las otras jovencitas, y jamás perdía los nervios cuando algo no iba bien. A pesar de su juventud, la sabiduría y la paz de espíritu parecían reinar en su alma. Y lo que era más importante: Griselda jamás se quejaba, ni siquiera cuando su único y miserable vestido quedaba desgarrado por los zarzales, ni siquiera cuando sus agotadas manos se amorataban a causa del frío, ni siquiera cuando pasaba dos o tres días sin tener nada que llevarse a la boca.
Atraído por tantas virtudes, Gualterio bajó de su caballo ante la casa de Griselda, se llevó a su padre aparte y le pidió permiso para casarse con su hija. El pobre hombre se quedó mudo de asombro y, antes de que pudiese darse cuenta, se halló sentado en la mesa de su húmeda cabaña, con su señor a un lado y su hija al otro. Griselda, que no lograba entender lo que estaba sucediendo, permanecía sentada con las manos en el regazo, la cabeza agachada y el gesto tímido, sin atreverse a levantar los ojos.
—Griselda, he decidido casarme contigo —dijo Gualterio con el tono gélido  del comerciante que planea un negocio—. Tu padre me ha concedido tu mano, pero quizá tú desees decir algo.
—Mi señor —susurró Griselda—, yo y todas las personas que viven en esta región os pertenecemos en cuerpo y alma, así que tan sólo deseo lo que vos deseéis.
—Bien —replicó Gualterio—. Sé que no es habitual que alguien de mi condición se case con una persona tan pobre, mísera e insignificante como tú, pero te aseguro que no ha sido una decisión precipitada.
—Señor, me concedéis un honor demasiado grande…
—No te preocupes por eso; sólo quiero que me prometas una cosa.
—Lo que vos deseéis.
—Quiero que me prometas que yo seré siempre quien tenga la última palabra en todo. Cuando yo diga sí, tú jamás dirás no: no murmurarás nada, y ni siquiera fruncirás el ceño. Odio a las mujeres quejicas. ¿De acuerdo?
—Mi amo —musitó Griselda—, ¿quién soy yo para llevaros la contraria en nada? Me honráis en exceso.
—Muy bien; entonces el asunto está zanjado. ¡Señoras!
Las damas de honor entraron en la choza con el vestido de novia, despojaron a Griselda de sus andrajos con un mohín de asco y vistieron su cuerpo de seda. Con la dorada cabellera peinada sobre los hombros y la corona luciendo en su cabeza, Griselda cobró la apariencia de una reina. Su aspecto cambió tanto que a sus vecinos les costó reconocerla.
—¿Acaso no es la mujer más afortunada de la cristiandad? —le dijeron los campesinos a su anciano padre mientras veían alejarse la comitiva. Pero el viejo meneó la cabeza, avanzó hacia su casa y respondió:
—Esto no puede acabar bien.
                                                         *    *    *
—¡Menudo aguafiestas! —exclamó la dama del sombrero, encantada con la buena fortuna de Griselda.

El mayordomo la miró de reojo y sentenció:
—Seguro que el anciano tenía buenas razones para mostrarse tan pesimista.
—¡Por favor! —gritó la viuda—. ¡Ningún padre con una pizca de seso en la cabeza se lamenta de su suerte cuando un noble y apuesto joven le pide la mano de su hija!
—¡Silencio! —protestó Harry Bailey—. ¿Es que no podemos escuchar una historia sin que alguien corra a meter su cuchara en ella?
Después, el posadero se dirigió al erudito para darle ánimos:
—¡Vamos, muchacho, tu historia va por buen camino!

                                                 *     *     *
Griselda fue una novia radiante y digna del mejor cuento de hadas. Como esposa de Gualterio mostró tanta gentileza y sensatez que se ganó el respeto de todos y les hizo olvidar que había crecido en la aspereza de un monte. Sus virtudes suscitaron afecto y reverencia en gran parte de Italia, y fueron muchas las gentes de lugares remotos que se acercaron a la provincia con la única intención de conocer a Griselda. Cuando Gualterio se ausentaba, ella ocupaba su lugar e impartía justicia con equidad* y acierto. Admiradas por su valía, las gentes de la región comentaban que Griselda había sido enviada por el Cielo para ser la compañera perfecta de Gualterio. Y no tan sólo era una esposa ejemplar: cuando Griselda tuvo una hija, demostró que era también una madre perfecta. Pero entonces comenzaron las pruebas.
Y es que, un buen día, a Gualterio le dio por preguntarse si Griselda sería en verdad tan perfecta como aparentaba. «Siempre está de acuerdo con migo», se decía, «pero, como siempre tengo razón, es natural que así sea. ¿Qué pasaría si le exigiera algo que realmente…?».
Un día, mientras Griselda mecía a su niña y le cantaba una canción de cuna, un criado de ruda apariencia entró en sus aposentos y le dijo:
—Vuestro esposo me envía para que me lleve a vuestra hija por la opinióndesfavorable que ha despertado entre la gente.
—¿A qué te refieres? —preguntó Griselda, que conocía de sobras la estima que ella y su hija inspiraban en la región.
—Señora, la gente os tiene inquina a vos y a la niña a causa de vuestro humilde origen campesino.
La joven madre contempló a su bebé dormido en la cuna con el corazón lleno de dolor, pero dijo con entereza:
—Como esposa, me debo a Gualterio, y él sabe mejor que yo lo que le conviene al pueblo, así que haz lo que te haya ordenado.

El criado se mordió los labios para disimular su emoción, pero se acercó a la cuna, agarró al bebé como si fuera a matarlo allí mismo y salió de la mansión dando grandes zancadas.
A la mañana siguiente, Griselda saludó a Gualterio con su sonrisa habitual y emprendió sus labores cotidianas como si nada hubiera sucedido. Jamás volvió a mencionar el nombre de su hija ni volvió a recordarla envoz alta. Pero era evidente que no la había olvidado.
Cinco años después, Griselda dio a luz a un hermoso niño. Su nacimiento fue celebrado por todo lo alto, pues tanto Gualterio como su pueblo habían esperado durante largo tiempo la llegada de un varón que heredase las posesiones y el título nobiliario de la familia. Gualterio comprobó con complacencia cómo su hijo empezaba a gatear, se ponía en pie, daba sus primeros pasos y balbucía sus primeras palabras. Pero la crueldad volvió a adueñarse de su corazón, así que el criado regresó a los aposentos de Griselda, cerró la puerta de un golpe y agarró al niño con sus manos rojas
y enormes.
—Señora —dijo—, vuestro esposo me envía para arrebataros al niño, a causa de la tristeza que provoca entre las gentes del pueblo.
—¿Tristeza? —protestó Griselda, que sabía con qué ternura amaban todos al pequeño.
—Los habitantes de la región saben que algún día vuestro hijo puede convertirse en su señor y eso los apena profundamente, pues el muchacho no es más que el nieto de un campesino. Así que, para contentar a sus vasallos, el señor Gualterio me ha ordenado que mate a vuestro hijo.
Griselda sintió que el mundo se derrumbaba a su alrededor.
—¿Cómo puede un niño tan pequeño ocasionar una tristeza tan grande? —replicó mientras acariciaba las mejillas de su hijo, que se había echado a llorar—. Está bien, si eso es lo que opina mi señor, debes obrar tal y como él te ordena. ¿Quién soy yo para protestar?
Después de que el criado saliera de la habitación, Griselda no volvió a pronunciar jamás el nombre de su hijo ni derramó por él una sola lágrima.
«¡Esto sí que es una buena esposa!», pensaba Gualterio con complacencia.«No puede imaginarse una mujer más bondadosa, obediente y leal que Griselda: sé muy bien cuánto quería a sus hijos, pero ha permitido que se los arrebatara para no contradecirme». Sin embargo, Gualterio no se daba aún por satisfecho: «Claro está», pensó, «que yo le he proporcionado a Griselda una vida de lujo que jamás habría obtenido al lado de su padre. Supongo que está dispuesta a resignarse a todo con tal de conservar sus hermosos vestidos y su blanda cama. Me pregunto qué haría si…».
Gualterio no lograba desprenderse de aquella idea que lo había obsesionado día tras día durante tantos años. Cuando la tentación de llevarla a cabo fue demasiado fuerte, declaró públicamente que iba a divorciarse de su esposa. Después, le mostró a Griselda un documento falso que se había hecho enviar desde Roma por un criado.
—Lo siento, Griselda —dijo—, pero los habitantes de las aldeas y pueblos de mi provincia no pueden soportar tu presencia por más tiempo. Te llaman “la lavandera vestida de terciopelo” y “la fregona envuelta en seda”. Esto no puede seguir así, de modo que he decidido romper nuestro matrimonio. Como ves, el Papa me ha enviado una bula* en la que me autoriza a abandonar a mi primera esposa y a casarme con otra mujer.
Griselda juntó las manos ante el pecho e inclinó la cabeza con el rostro pálido, pero dijo con entereza:
—Tienes razón, Gualterio. Debes contraer matrimonio con alguien joven y de noble linaje. Siento mucho haber trastornado a tu gente.
—¿Verdad que no puedo tener dos esposas? —fanfarroneó Gualterio—. Pues será mejor que regreses a cuidar ovejas junto a tu padre y que me devuelvas todo lo que te regalé el día de la boda.
—Te puedo devolver el anillo y las joyas, mi señor —replicó Griselda con toda la serenidad de que era capaz—, y dejar todos mis hermosos vestidos en tus cofres; pero tus damas de compañía quemaron mi andrajoso vestido, así que déjame al menos el que llevo puesto.
Gualterio le dio la espalda a Griselda para sonreír: se sentía feliz por haberse casado con aquella mujer incomparable. «¿Hasta dónde puedo llegar?», se preguntó a sí mismo con la misma excitación que sentía cuando iba de caza. Un instante después agregó:
—A mi nueva mujer podría gustarle el vestido que llevas.
De modo que Griselda se desembarazó de las mangas de brocado* y del vestido de terciopelo y lo dejó caer a sus pies.
—Puedes conservar la enagua —replicó Gualterio, con un nudo en la garganta.
Griselda se dispuso a iniciar en silencio el largo viaje de regreso a su casa; pero cuando atravesaba el umbral de la mansión, Gualterio la llamó por última vez:
—¡Eh, Griselda!
—¿Sí, esposo mío?
—Necesito que alguien organice la boda, y tú sabes tratar a la servidumbre mejor que nadie. ¿Verdad que no te importará ayudarnos?
—Por supuesto que no, querido Gualterio.
Cuando vieron que Griselda regresaba medio desnuda y descalza a la desolada choza de su padre, los campesinos y pastores se quejaron con amargura:
—Dicen que el señor Gualterio asesinó a su hija —comentaba una labradora.
—Y también a su hijo —respondía otra.
—Ya veis lo que piensa de nosotros, los trabajadores —se lamentaba unjoven herrero—. No servimos para acompañar a señores tan selectos. La próxima vez Gualterio se casará con una princesa: esperad y ya lo veréis.
Sin embargo, los aldeanos no tardaron en olvidar el trato que Gualterio había dispensado a Griselda, entusiasmados como estaban con los preparativos de la segunda boda de su señor. La muchacha se recluyó en la cabaña donde había nacido y volvió a trabajar con humildad y diligencia en las tareas del campo. Como nunca se quejaba, muchos creyeron que Griselda era feliz.
—¡A la fiesta acudirán trescientos invitados! —comentaban los cocineros a los mercaderes a las puertas de la mansión.
—¡Ha comprado joyas dignas de una reina!
—¡Ha encargado seda de Padua y los mejores encajes de Bretaña!
—¡Ha ido a buscar a la novia a Brescia! ¡Sólo tiene quince años!
El día de la boda, Griselda tuvo más trabajo que nadie: barrió una a una todas las habitaciones de la mansión, dio el toque final a las salsas, esparció pétalos de flores en los cuencos donde los invitados habían de lavarse las manos, abrillantó la copa en la que beberían los novios, saludó a los invitados en la puerta y fue tan encantadora que todos se preguntaron dónde había encontrado Gualterio a aquella joven fregona que, a pesar de sus andrajos, derrochaba cortesía.
La suntuosa comitiva que escoltaba a la futura esposa de Gualterio se acercó a la mansión serpenteando por entre los viñedos. La novia viajaba en un carruaje blanco recubierto de cortinas; a su alrededor cabalgaban a la mujeriega sus damas de compañía, comprobando con pena cómo los borde de sus vestidos barrían el polvo y el barro del camino. Junto al carruaje viajaba un muchacho de unos diez años; era el hermano de la novia, iba a lomos de una jaca pequeña y moteada, vestía un traje de color escarlata y dejaba caer sobre sus hombros una larga cabellera de dorados rizos.
—¿Qué opinas de mi futura esposa, Griselda? —preguntó Gualterio.
—Es muy hermosa. Mi corazón late de modo muy extraño al verla.
—Supongo que me deseas la mayor felicidad —comentó el joven con sarcasmo.
—Por supuesto, señor.
Gualterio tuvo que volverse de espaldas para disimular su alegría. «Qué mujer tan excepcional», pensó, orgulloso; «una esposa entre un millón».
—Entonces —dijo—, tú que fuiste mi primera esposa nos otorgas tu bendición, ¿no es así?
—Por supuesto, señor. Pero ¿quién soy yo para bendecirte?
Tras un breve silencio, Griselda añadió:
—Sin embargo, me gustaría decirte algo, si es que me das licencia para hablar con libertad.
—Di lo que quieras, Griselda.
—No tengo duda alguna de que la educación de tu nueva esposa superará en mucho a la mía: ella es delicada y sensible, y no estará acostumbrada a las privaciones y al sufrimiento. Pero precisamente por eso tal vez le resulte más difícil que a mí soportar la severidad de tus pruebas, así que te suplico que seas con ella más amable que conmigo.
Sólo entonces Gualterio puso término a su inacabable tortura:
—¡Griselda, esposa mía! —exclamó—. Corre a ponerte el más hermoso de tus vestidos y siéntate a mi lado a la cabecera de la mesa, que es el lugar que debe ocupar una esposa. Todo esto no ha sido más que una prueba para comprobar si eras capaz de cumplir tu promesa de no contradecirme en nada. Aunque quisiera, no podría casarme con esta mi nueva “esposa”, porque en realidad ¡es nuestra propia hija! ¡Y éste que ves aquí es nuestro hijo!

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Los niños contemplaron a aquella mujer de cabellos grises y mediana edad que era su madre, y Griselda miró fijamente a los dos niños antes de caer desmayada. Cuando volvió en sí se hallaba en los brazos de Gualterio, quien le contó con detalle todo lo sucedido:
—Los envié a Bolonia y han sido educados por los mejores tutores deItalia. Querida esposa, levántate. ¡Jamás tuve intención de sustituirte!
—¿De veras, querido Gualterio?
—¡De veras! ¿Por qué clase de marido me tomas? ¿Cómo podría abandonarte? ¡Nadie ha tenido jamás una esposa como tú!
La reconciliación de Griselda y Gualterio y su reencuentro con los hijos se celebraron fastuosamente. Todos los habitantes de la región fueron invitados a la fiesta: incluso el anciano padre de Griselda, quien nunca más regresó a su humilde choza.
                                                      *      *      *
—Por supuesto, eso jamás ocurriría hoy en día —comentó el erudito deOxford con gesto pensativo—. Ya no hay mujeres como las de antes…
En ese instante fue derribado del caballo. La viuda del sombrero le había propinado tal empujón que el erudito aterrizó de narices en el fango.
—¡A otro perro con ese hueso, pelagatos! —gritó mientras el confundido muchacho intentaba ponerse en pie—. ¡No estoy en absoluto de acuerdo! Desde luego que hoy en día las mujeres son diferentes: ¡tienen más sentido común y no se dejan avasallar! «¡Nadie ha tenido jamás una esposa como tú!». Pobrecita, jamás mujer alguna tuvo peor esposo. Pero ¿por qué digo “pobrecita”? Tu Griselda es una deshonra para el sexo femenino. Toda mujer debería saber cómo colocar a su esposo en el lugar que le corresponde. Claro que no se trata de una labor fácil, pues los maridos nunca están donde deberían estar… Y qué decir de esos pobres niños que crecieron lejos de la ternura y el amor de su madre, abandonados a su suerte en un lugar extraño…
Harry Bailey levantó la mano:
—¡Señora, por favor, se trata tan solo de un cuento! —exclamó intentando serenar a la viuda, cuyo sombrero, con la agitación de la señora, se mecía de proa a popa—. ¡Nada de eso ha sucedido en realidad!

—¡Espero que no! —resopló la viuda, algo más calmada—. Con una mujer así yo no podría tener paciencia. Y no es que crea que una esposa no deba tener obligaciones para con su marido. Muy al contrario: yo siempre cumplí a gusto con las mías en mis cinco matrimonios. Regañaba a mis esposos cuando había que regañarles (un promedio de ocho días por semana) y los eduqué del mejor modo posible, siendo como soy una mujer apocada y débil. ¡Pobrecitos míos! Si hubieran vivido lo bastante, todos hubieran acabado por agradecerme lo que hice por ellos.
—Estoy convencido de que nuestro amigo el erudito está de acuerdo con todo eso —comentó Harry en un desesperado intento de apaciguar los ánimos.
Pero el erudito no respondió. En realidad, nuestras disquisiciones le importaban muy poco: había abierto de nuevo su libro y otra vez estaba enfrascado en su querida astronomía matemática.

—¡Eres una mujer hecha a mi medida! —comentó el monje mientras seacercaba a la viuda a medio galope.
—¡Yo no estoy hecha a medida de nadie, maldito mujeriego! Entératede que dediqué un gran esfuerzo a conquistar el corazón de mis cinco esposos, y eso es tarea suficiente para dejar molida a una mujer. Ahora, a Dios gracias, soy libre y puedo pensar y decir lo que me venga en gana. La viuda se aflojó la manta que rodeaba sus amplias caderas y apoyó sus rollizas piernas en los estribos. Llevaba medias de lana rojiza confeccionadas con el tejido más sutil que había visto en mi vida y zapatos de cuero
flexible recién estrenados. Me dio la impresión de que ella sola tenía mucho más dinero que todos los demás juntos. El bulero sospechó lo mismo, así que se le acercó con el notorio propósito de sacarle algo de dinero.

—¿Por qué no nos explicas un cuento, jovencito! —le gritó la viuda—.¿O acaso eres una muchacha?
Después de muchos años de pegar sablazos,* el bulero se había endurecido hasta adquirir el temple de una coraza.
—Veo, señora, que tus cinco esposos te han dejado bien provista. Me atrevo a opinar que te puedes permitir el lujo de echar un vistazo a los tesoros que llevo en esta bolsa…
—¿Bien provista? —la viuda estaba furiosa—. ¡Entérate de que me ganéuno a uno todos los garbanzos, capón* melenudo!
Más tarde, el mercader me explicó que aquella mujer había amasado una fortuna enorme comerciando con tejidos y que de sus telares salían los mejores paños de Bath.
—Y por lo que se refiere a tus maravillosos tesoros —añadió la viuda mientras la amplia sonrisa del bulero se iba quedando mustia—, he de decirte que ninguno de mis maridos los conservaba en una bolsa, como tú, y que jamás pagué por echarles un vistazo. El único tesoro que una mujer puede proporcionar a un hombre es amarle como un gato quiere a sus mininos, dándoles todo el cariño del mundo y lamiéndoles los mofletes conla lengua. Y el único tesoro que un hombre puede otorgar a una mujer
es… Bueno, todos vosotros sabéis lo que es…
—¡Oh, seguro! —replicó el monje—. ¡Un mordisquito en los labios y un buen pellizco en el trasero!
El hijo del caballero se quedó pálido de asombro:
—¡Por favor, señor, ésas no son palabras para la boca de un eclesiástico!¡Está claro que la señora no quiso decir eso!
—Desde luego que no, pichoncito —terció la viuda—, pero ¿qué es entonces lo que quise decir?
—Los únicos tesoros que un hombre puede aportar a una dama —replicó solemnemente el escudero— son su amor y su adoración.
La viuda lo miró con unos ojos rebosantes de cariño, alargó la mano y acarició la rizada cabellera del joven.
—Dios te bendiga, hijo mío. Apuesto a que no conoces aquella vieja historia… ¡Oh, seguro que no la conoces! Te contaré qué es lo que más les gusta a las mujeres de un hombre.

LA LARGA INFLUENCIA DE ESTOS AUTORES… SEVEN (David Fincher, 1995)

Posiblemente, penséis que estos autores tan antiguos y tan lejanos no tienen ninguna presencia en nuestros días… si habéis visto la película Seven (David Fincher, 1995) probablemente sabréis que no es así.

Seven cuenta la historia de la investigación de una serie de siete crímenes perpetrados por un asesino psicópata que se ha inspirado en los siete pecados capitales (avaricia, lujuria, soberbia, pereza, gula, envidia e ira) para cometer sus asesinatos. Dos policías, interpretados por Morgan Freeman y Brad Pitt, investigarán el caso. Freeman es un policía veterano, a punto de jubilarse, que, gracias a su cultura, es capaz de relacionar los asesinatos con los libros en los que el autor se ha inspirado. Aquí podéis ver una excelente secuencia en la que el viejo policía visita la biblioteca para proporcionar al joven Brad Pitt la información que precisa para resolver el caso. Podéis disfrutar de la fantástica biblioteca que visita Freeman y de la excelente banda sonora que acompaña la secuencia: la Suite número 3 de Johan Sebastian Bach.

[Referencias:VV.AA.: Lengua y literatura 1 Bachillerato (Libro de recursos), Madrid: Santillana (2008); Grupo Juan de Mairena, Literatura Universal, Madrid: Akal (1998); Calero Heras, José: Literatura española y universal, Barcelona: Octaedro (1999)].

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