Déjame entrar: de lo fantástico a la violencia real
Seguramente, al pensar en películas de vampiros, se nos vengan a la cabeza las imágenes de actores como Béla Lugosi o Christopher Lee encarnando a Drácula. Y es que la imagen del sangriento conde ha sido explotada hasta la saciedad, pero no es el único ejemplo de vampiro que encontramos. El cine, la literatura y las artes en general han contribuido a dibujar una imagen bastante arquetípica del vampiro. Déjame entrar, la película que Thomas Alfredson estrenó en 2008, desdibuja, en cierto modo, este arquetipo.
Podríamos hacer una larga lista de películas que hablan sobre vampiros, de diversos puntos de vista y hasta podríamos hacer un recorrido por el paso del tiempo para definir la forma en la que su perfil ha cambiado. Del clásico conde con capa negra y colmillos afilados hasta el eterno adolescente siniestro y encantador de sagas, como Crepúsculo; los vampiros parece que se han vestido con muchos trajes.
Sin embargo, si pensamos fríamente cómo sería un vampiro en la realidad, seguramente, su imagen, más que elegante, sea desagradable. Y es que no vamos a negar que una persona que se alimenta de sangre y no tolera la luz del sol puede ser de todo menos hermosa.
Así, Déjame entrar nos presenta a un vampiro verosímil, un vampiro al que se le seca la sangre alrededor de los labios y que sobrevive como puede a sus instintos.
Pero más allá de la increíble propuesta fantástica, Alfredson pretendía hablar de temas bastante cotidianos, retratar la sociedad sueca del momento y sus conflictos.
Déjame entrar es un filme que se encuentra a caballo entre lo fantástico y lo real, capaz de hablar de vampiros, pero también de bullying, violencia y de pederastia. Inspirado en una obra literaria todavía más oscura, el filme sorprende por abrazar la tradición del cine de vampiros para, finalmente, reinventarla, reinterpretarla y trasladarla a un escenario actualizado.
Entre la tradición y la actualidad
Abrimos este punto preguntándonos lo que comentábamos al principio: ¿qué es exactamente un vampiro? En el imaginario colectivo, profundamente alimentado por el cine y la literatura, permanece arraigada la idea de seres que jamás envejecen, aterradores, pero dotados de cierta elegancia; seres que no soportan la luz, que duermen en ataúdes y cuya naturaleza los lleva a alimentarse de sangre.
En la primera década del siglo pasado, títulos como Nosferatu (Murnau, 1922) o Drácula (Browning, 1931) contribuyeron a consolidar la imagen del vampiro. Sin embargo, tanto el público como la sociedad van evolucionando y ya no se asusta con tanta facilidad.
Con la llegada de la televisión, estos monstruos dejaron de aterrar para convertirse en objeto de burla; de este modo, cineastas como Polanski se atrevieron a ridiculizar su imagen con filmes como El baile de los vampiros (Polanski, 1967).
Los años 90 supusieron el rescate del clasicismo, de ese vampirismo clásico que va de lo gótico a lo bello, de lo aterrador a lo romántico en cuestión de segundos. De esta década tenemos títulos como Entrevista con el vampiro (Jordan, 1994) y Drácula de Bram Stoker (Coppola, 1992).
El género se ha explotado hasta niveles insospechados, regalándonos joyas, pero también abrazando el patetismo en su vertiente más comercial con sagas como Crepúsculo, que se alejan de la figura aterradora del vampiro, e incluso de la cómica, para mostrarnos una visión adolescente.
Este abuso del género parecía haber agotado las ideas, no presentar nada nuevo, hasta que filmes como Solo los amantes sobreviven (Jasmusch, 2013) o Déjame entrar demuestran que una reinvención es posible; además de abrir la puerta a explorar otros caminos, mucho más profundos y mucho más interesantes.
Centrándonos en el filme que hoy nos ocupa, vemos que la imagen del vampiro ya no va ligada a la elegancia, sino a una niña de apariencia descuidada. La sangre ya no gotea poéticamente de sus labios, sino que empapa su rostro y se termina secando, dándole un aspecto bastante más desagradable y realista.
No debemos ver esta actualización como una ruptura drástica con el género, sino como una reinterpretación. La protagonista vampira de Déjame entrar bebe de la tradición y presenta un gran número de rasgos que conectan con esa imagen que todos tenemos del vampiro: no duerme en un ataúd, pero lo hace en una bañera, el objeto cotidiano más similar al ataúd; no puede exponerse a la luz y camina en vertical; pide permiso para entrar, etc. En definitiva, los elementos más puramente tradicionales se funden con el realismo latente del escenario de la película.
Déjame entrar: la profundidad del realismo
Entender el cine fantástico como pura inverosimilitud sería un error; el fantástico, como cualquier género, es capaz de utilizar la metáfora para plasmar una dura crítica.
Así, películas como La forma del agua (Del Toro, 2017) tratan de justificar a sus monstruos, de demostrar que las apariencias engañan y que los monstruos, la mayoría de las veces, son los propios humanos. Déjame entrar hace lo propio aprovechando los recursos del fantástico para contarnos una historia trágica, cruel y, por desgracia, más común de lo que nos gustaría.
El bullying se presenta como el mal y, al mismo tiempo, ese mal ejercido sobre Oskar, el protagonista, parece adueñarse de él. Eli, la niña vampira, a pesar de aparecer como un monstruo o como una amenaza, muestra cierta humanidad que, a veces, supera a la de los propios humanos. No tiene elección, debe matar para sobrevivir, responde a un instinto incontrolable que justifica su violencia.
Sin embargo, no hay tal justificación para algunos de los personajes humanos del filme. Oskar es víctima del acoso de sus iguales y de la indiferencia de los adultos, pero la ira y la violencia terminan naciendo también en él.
Los niños que atormentan a Oskar actúan sin motivación aparente, pero Eli lo hace por necesidad. De esta manera, la justificación del monstruo contrasta con la no justificación de la violencia más cotidiana que podemos percibir en el resto de los personajes y que apela a nuestras sociedades.
El retrato que se hace de esta violencia cotidiana destaca por su crudeza, por el dolor de sus imágenes. De forma sutil, pero punzante, el cineasta nos habla de otros males que conviven con nosotros, como el egoísmo, las familias rotas, la pesada carga de las apariencias…
La violencia empapa el gélido paisaje sueco por el que se mueven los personajes, adueñándose de la inocencia infantil. Todos llevamos una carga, todos lloramos en silencio y todos buscamos una vía para huir.
Déjame entrar aborda otras cuestiones igualmente alarmantes, pero silenciadas, como el suicidio o la pederastia. No sin antes demostrarnos que el amor está por encima de todo, incluso del género.
Con delicadeza, se aborda el pasado de Eli a través de una breve imagen en la que el espectador comprende que, como ella misma apunta, no siempre fue una niña.
La naturalidad y la complejidad del filme reposan sobre unas huellas imborrables de la tradición del terror que se mimetizan con el horror de la propia realidad. De forma sosegada, con unas imágenes de poderosa belleza, el filme termina por demostrar que, tal vez, aquel a quien tachamos de monstruo no es tan monstruoso como la propia sociedad.
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