lunes, 20 de mayo de 2024

Julio Cortázar

 

Escritor argentino, cuyas novelas se caracterizan por su radical experimentalismo formal y por su análisis del hombre contemporáneo, con sus preocupaciones existenciales y sociopolíticas.

Lo fantástico domina en Los premios (1960), mientras que Libro de Manuel (1974) es una crítica a las dictaduras usando la técnica del collage.

Su novela más célebre, Rayuela (1963), es una obra clave de la literatura hispanoamericana. Su estructura en secuencias sueltas permite distintas lecturas y, por tanto, diversas interpretaciones. Con ello pretendía expresar mejor los temas del caos y el azar de nuestra vida y de la relación entre el artista y lo creado

En los cuentos de Julio Cortázar las situaciones están llenas de confusiones que son creadas entre la ficción y la realidad. El autor deja brechas en las cuales el lector imagina parte de la historia de acuerdo a su discreción e inventiva.
En el cuento “Continuidad de los parques”, Cortázar desarrolla una cadena de eventos que van en compañía del suspenso que la situaciones requieren para mantener al lector en continuo interés. La realidad del hombre leyendo una novela confunde al lector entre la ficción y loreal; el leyente consigue imaginar el plan que se supone da muerte al hombre que lee la novela. Sin embargo, no es claro si la extrema concentración del hombre es lo que lo hace pensar en que él mismo es parte de la novela. Es donde entra en juego la imaginación del lector de interpretar los hechos ambiguos.
Algo semejante se aprecia en “Casa tomada”; en donde los protagonistas de la historiaque son un par de hermanos (Irene y su hermano). Ellos viven una relación muy estrecha.

Continuidad de los parques
[Cuento. Texto completo.]
Julio Cortázar
Había empezado a leer la novela unos días antes. La abandonó por negocios urgentes, volvió a abrirla cuando regresaba en tren a la finca; se dejaba interesar lentamente por la trama, por el dibujo de los personajes. Esa tarde, después de escribir una carta a su apoderado y discutir con el mayordomo una cuestión de aparcerías, volvió al libro en la tranquilidad del estudio que miraba hacia el parque de los robles. Arrellanado en su sillón favorito, de espaldas a la puerta que lo hubiera molestado como una irritante posibilidad de intrusiones, dejó que su mano izquierda acariciara una y otra vez el terciopelo verde y se puso a leer los últimos capítulos. Su memoria retenía sin esfuerzo los nombres y las imágenes de los protagonistas; la ilusión novelesca lo ganó casi en seguida. Gozaba del placer casi perverso de irse desgajando línea a línea de lo que lo rodeaba, y sentir a la vez que su cabeza descansaba cómodamente en el terciopelo del alto respaldo, que los cigarrillos seguían al alcance de la mano, que más allá de los ventanales danzaba el aire del atardecer bajo los robles. Palabra a palabra, absorbido por la sórdida disyuntiva de los héroes, dejándose ir hacia las imágenes que se concertaban y adquirían color y movimiento, fue testigo del último encuentro en la cabaña del monte. Primero entraba la mujer, recelosa; ahora llegaba el amante, lastimada la cara por el chicotazo de una rama. Admirablemente restañaba ella la sangre con sus besos, pero él rechazaba las caricias, no había venido para repetir las ceremonias de una pasión secreta, protegida por un mundo de hojas secas y senderos furtivos. El puñal se entibiaba contra su pecho, y debajo latía la libertad agazapada. Un diálogo anhelante corría por las páginas como un arroyo de serpientes, y se sentía que todo estaba decidido desde siempre. Hasta esas caricias que enredaban el cuerpo del amante como queriendo retenerlo y disuadirlo, dibujaban abominablemente la figura de otro cuerpo que era necesario destruir. Nada había sido olvidado: coartadas, azares, posibles errores. A partir de esa hora cada instante tenía su empleo minuciosamente atribuido. El doble repaso despiadado se interrumpía apenas para que una mano acariciara una mejilla. Empezaba a anochecer.

Sin mirarse ya, atados rígidamente a la tarea que los esperaba, se separaron en la puerta de la cabaña. Ella debía seguir por la senda que iba al norte. Desde la senda opuesta él se volvió un instante para verla correr con el pelo suelto. Corrió a su vez, parapetándose en los árboles y los setos, hasta distinguir en la bruma malva del crepúsculo la alameda que llevaba a la casa. Los perros no debían ladrar, y no ladraron. El mayordomo no estaría a esa hora, y no estaba. Subió los tres peldaños del porche y entró. Desde la sangre galopando en sus oídos le llegaban las palabras de la mujer: primero una sala azul, después una galería, una escalera alfombrada. En lo alto, dos puertas. Nadie en la primera habitación, nadie en la segunda. La puerta del salón, y entonces el puñal en la mano, la luz de los ventanales, el alto respaldo de un sillón de terciopelo verde, la cabeza del hombre en el sillón leyendo una novela.




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