Marjane Satrapi Persépolis
Lo suyo por el cómic no fue una vocación temprana. De niña solo leía a Tintín y le parecía aburrido, y fue de mayor cuando se enganchó a Batman. Pero sí supo pronto que imagen y palabra se alían de manera mágica. Para ella van unidos irremisiblemente: «Siempre pensé que la imagen y el texto, la escritura y la imagen, no están separados, para mí pensar con imágenes es lo más normal del mundo», ha dejado dicho Marjane Satrapi, que el mes próximo recogerá en Oviedo su Premio Princesa de Asturias de Comunicación y Humanidades por engarzar ambas herramientas para contarse, por contarnos su propio mundo, por alentar la libertad y defender que en este planeta que habitamos hay una sola raza, la humana, y que nadie debe ser sumiso de nada ni nadie, ni de dictadores ni de religiones.
Ella, emigrada a París desde el Irán que la vio nacer en 1969 y al que sigue amando –«siempre seré iraní»– sabe bien de qué habla. Y por mucho que el régimen de los ayatolás desquicie su alma libre, por mucho que no acabe de triunfar esa revuelta feminista que arrancando el hiyab de la cabeza quiere poner fin a esa esa mal llamada revolución islámica que es en realidad pura involución vital, social y política, no ceja, no cesa en su empeño de mostrar su raíz, el lugar del que viene y al que querría volver. Tanto lo ama que su obra culmen, la que la ha hecho universalmente famosa, nos lo relata y revela desde la mirada de la niña que fue y la adulta en que se convirtió, desde los ojos que se hacen trazo y palabras en 'Persépolis', primero novela gráfica y luego película.
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