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El realismo ruso: características; principales autores y obras.
- Características
Cuando el naturalismo está decayendo en Europa, la novela rusa revitaliza el panorama. En sus novelas se dan situaciones límites de angustia, tensión y caos y los personajes se caracterizan por su carácter imprevisible, irracional, torturado desde mucho ángulos, complejísimo. Son iniciadores precisamente de la psicología moderna en la que se entrelazan los sentimientos más contrapuestos.
En suma, un mundo exaltado, profundo de ideas, personajes que, a diferencia del realismo francés e inglés, busca una salida a su perturbado mundo interior, huyendo con firmeza de caer en el nihilismo o la desilusión pasivos.
- Autores
Nikolai Gogol (1809-1852) es el iniciador del realismo ruso en sus primeros relatos (Diario de un loco, El retrato), en los que no falta lo romántico (Taras Bulba), lo grotesco (La nariz) y lo fantástico (El abrigo). Su obra teatral El inspector (1836), en la que denuncia la corrupta burocracia zarista, provocó un escándalo. Su novela más famosa es Almas muertas (1842), que describe la miseria del campo ruso a través de un estafador que obtiene tierras y subsidios alegando tener siervos que en realidad han muerto.
Fiodor Dostoievski es uno de los mayores escritores de la historia por la hondura de los problemas existenciales que plantea y por la complejidad psicológica de sus personajes.
Sus primeras novelas (Pobres gentes, 1846; Las noches blancas, 1848) muestran la preocupación del autor por el sufrimiento humano. Su experiencia en la prisión siberiana se refleja en Apuntes de la casa de los muertos (1862). Apuntes del subsuelo (1866) anuncia ya la complejidad psicológica y argumental de sus obras maestras:
- Crimen y castigo (1866): el joven Raskolnikov comete un crimen, creyéndose superior a la moral común, pero no puede soportar sus terribles remordimientos y se entrega.
- El idiota (1869): historia de un bondadoso personaje que fracasa en su intento de redimir a una mujer por amor.
- Los hermanos Karamazov (1880): análisis de la ambigua complejidad del alma humana a través de una familia.
- El jugador (1866), basada en su propia pasión por la ruleta.
Liev Tolstoi la amplia obra de Liev Tolstoi forma un gigantesco cuadro descriptivo del carácter y las costumbres rusas. En su juventud escribió una autobiografía en tres partes y reflejó su experiencia bélica en los Apuntes de Sebastopol (1855-1856), cuyo crudo realismo le causó problemas con la censura.
Su primera obra maestra es la monumental Guerra y paz (1863-1869), crónica de las campañas de Napoleón en Rusia a través de los avatares de dos familias nobles. Otro gran éxito fue Ana Karenina (1877), historia de una pasión amorosa que lleva a la protagonista al adulterio y al suicidio. Junto al fino análisis psicológico destaca la crítica al puritanismo de las convenciones sociales.
Convertido en un patriarca de la cultura rusa, escribe las novelas cortas La muerte de Ivan Ilich (1886) y La sonata a Kreutzer (1889). Su última novela, Resurrección (1899), refleja las preocupaciones religiosas y caritativas de su vejez
Iván Turgeniev (1818-1883), rico y noble, viajó por Europa y trabó amistad con varios escritores franceses. Fue dramaturgo (Un mes en el campo), escribió relatos breves (Un rey Lear de la estepa) y novelas (Nido de hidalgos, 1859; Padres e hijos, 1862) de ambientación rural y temática común: frustración vital, amores fallidos, crítica a la vida rusa en boca de un recién llegado, etc. Primer amor es su novela más conocida.
Antón Pávlovich Chéjov (1860-1904) el héroe de Chéjov está lleno de buenas intenciones que se ven lastradas por la torpeza, la inactividad o el destino. Chéjov no tiene voluntad de explicar el mundo, sin embargo, cuando el lector se entrega a su literatura acaba teniendo la sensación de entender cuál era el estado de ánimo colectivo que precedió a la Rusia soviética. El escritor Vasili Grossman hablaba de la democracia de Chéjov. Se refería a la aspiración de aquel nieto de esclavo por vivir en un país libre, más justo y laborioso. Frente a las ideas absolutas de Tolstói, Chéjov defendía los efectos benéficos de la ciencia y el progreso. ¿Por qué queremos tanto a Chéjov? Porque es el paradigma del escritor moderno, no juzga a los personajes, les deja hablar en su propio lenguaje, concede voz a los débiles, a los niños, a los presos, a las mujeres, o defiende la naturaleza y los animales con una actitud hasta el momento desconocida.
"Lo más sagrado es, para mí, el ser humano, la salud, la inteligencia, el talento, la inspiración, el amor y la más absoluta libertad, libertad de la violencia y la mentira en cualquiera de sus formas. Este es el programa que me gustaría seguir si fuera un gran artista".
Obras:
- La gaviota (1896) – comedia en cuatro actos
- Tío Vania ( 1899-1900) – obra bucólica en cuatro actos
- Las tres hermanas (« 1901) – drama en cuatro actos
- El jardín de los cerezos («Вишнёвый сад», 1904) – pieza en cuatro actos
- Un trágico a pesar suyo¿?-Humorada en 1 acto
- Relatos donde destaca el tan citado La dama del perrito (1899)
Crimen y castigo
Anna Karenina
La dama del perrito . Anton Chejov
Fragmento 1 (Buscar en epdlp + el título correspondiente)
Fedor Dostoievski Crimen y castigo (fragmento)
" A la mañana siguiente se despertó tarde, tras un sueño agitado que no lo había descansado. Se levantó bilioso, irritado, de mal humor, y consideró su habitación con odio. Era una jaula minúscula, de no más de seis pies de largo, y tenía un aspecto miserable con su papel amarillento y lleno de polvo colgando en jirones de las paredes.
(...)
Le dió el golpe precisamente en la mollera, a lo que contribuyó la baja estatura de la víctima. Enseguida, le hirió por segunda y por tercera vez, siempre con el revés del hacha y siempre en la mollera. La sangre brotó cual una copa volcada, y el cuerpo se desplomó hacia delante en el suelo. El se echó atrás para facilitar la caída y se inclinó sobre su rostro: estaba muerta. Las pupilas de los ojos, dilatadas, parecían querer salírsele de sus órbitas; la frente y la cara muequeaban en las convulsiones de la agonía.
(...)
¿Donde he leído -pensó Raskólnikov prosiguiendo su camino-, dónde he leído lo que decía o pensaba un condenado a muerte una hora antes de que lo ejecutaran? Que si debiera vivir en algún sitio elevado, encima de una roca, en una superficie tan pequeña que sólo ofreciera espacio para colocar los pies, y en torno se abrieran el abismo, el océano, tinieblas eternas, eterna soledad y tormenta; si debiera permanecer en el espacio de una vara durante toda la vida, mil años, una eternidad, preferiría vivir así que morir. ¡Vivir, como quiera que fuese, pero vivir! "
" A la mañana siguiente se despertó tarde, tras un sueño agitado que no lo había descansado. Se levantó bilioso, irritado, de mal humor, y consideró su habitación con odio. Era una jaula minúscula, de no más de seis pies de largo, y tenía un aspecto miserable con su papel amarillento y lleno de polvo colgando en jirones de las paredes.
(...)
Le dió el golpe precisamente en la mollera, a lo que contribuyó la baja estatura de la víctima. Enseguida, le hirió por segunda y por tercera vez, siempre con el revés del hacha y siempre en la mollera. La sangre brotó cual una copa volcada, y el cuerpo se desplomó hacia delante en el suelo. El se echó atrás para facilitar la caída y se inclinó sobre su rostro: estaba muerta. Las pupilas de los ojos, dilatadas, parecían querer salírsele de sus órbitas; la frente y la cara muequeaban en las convulsiones de la agonía.
(...)
¿Donde he leído -pensó Raskólnikov prosiguiendo su camino-, dónde he leído lo que decía o pensaba un condenado a muerte una hora antes de que lo ejecutaran? Que si debiera vivir en algún sitio elevado, encima de una roca, en una superficie tan pequeña que sólo ofreciera espacio para colocar los pies, y en torno se abrieran el abismo, el océano, tinieblas eternas, eterna soledad y tormenta; si debiera permanecer en el espacio de una vara durante toda la vida, mil años, una eternidad, preferiría vivir así que morir. ¡Vivir, como quiera que fuese, pero vivir! "
…………………..
Fragmento 2
Tolstoi
Ana Karenina (fragmento)
" Pero qué diferentes de los que él había imaginado eran los sentimientos que le inspiraba aquel pequeño ser! En lugar de la alegría prevista, Lievin no experimentaba más que una angustiosa piedad. De allí en adelante habría en su vida un nuevo punto vulnerable. Y el temor de ver sufrir a aquella pequeña criatura indefensa, le impidió notar el movimiento de necio orgullo que se le había escapado al oírla estornudar!
(...)
Entonces Lievin comprendió claramente, por primera vez, lo que no había podido captar bien después de la bendición nupcial: que el límite que les separaba era intangible, y que nunca podría saber dónde comenzaba y dónde terminaba su propia personalidad. Aquella riña le produjo un doloroso sentimiento de escisión interior. A punto de ofuscarse, comprendió enseguida que Kiti no podía ofenderle de ninguna manera, desde el momento que ella formaba parte de su propio yo. "
" Pero qué diferentes de los que él había imaginado eran los sentimientos que le inspiraba aquel pequeño ser! En lugar de la alegría prevista, Lievin no experimentaba más que una angustiosa piedad. De allí en adelante habría en su vida un nuevo punto vulnerable. Y el temor de ver sufrir a aquella pequeña criatura indefensa, le impidió notar el movimiento de necio orgullo que se le había escapado al oírla estornudar!
(...)
Entonces Lievin comprendió claramente, por primera vez, lo que no había podido captar bien después de la bendición nupcial: que el límite que les separaba era intangible, y que nunca podría saber dónde comenzaba y dónde terminaba su propia personalidad. Aquella riña le produjo un doloroso sentimiento de escisión interior. A punto de ofuscarse, comprendió enseguida que Kiti no podía ofenderle de ninguna manera, desde el momento que ella formaba parte de su propio yo. "
de la langueur goutée à ce mal d’étre deux. Gil de biedma
Fragmento 3
La dama del perrito, de Chéjov Cap 1
Corrió la voz de que por el malecón se había visto pasear a un nuevo personaje: La dama del perrito.
Dmitrii Dmitrich Gurov, residente en Yalta hacía dos semanas y habituado ya a aquella vida, empezaba también a interesarse por las caras nuevas. Desde el pabellón Verne, en que solía sentarse, veía pasar a una dama joven, de mediana estatura, rubia y tocada con una boina. Tras ella corría un blanco lulú.
Después, varias veces al día, se la encontraba en el parque y en los jardinillos públicos. Paseaba sola, llevaba siempre la misma boina y se acompañaba del blanco lulú. Nadie sabía quién era y todos la llamaban La dama del perrito.
“Si está aquí sin marido y sin amigos, no estaría mal trabar conocimiento con ella”, pensó Gurov.
Éste no había cumplido todavía los cuarenta años, pero tenía ya una hija de doce y dos hijos colegiales. Se había casado muy joven, cuando aún era estudiante de segundo año, y ahora su esposa parecía dos veces mayor que él. Era ésta una mujer alta, de oscuras cejas, porte rígido, importante y grave y se llamaba a sí misma intelectual. Leía mucho, no escribía cartas y llamaba a su marido Dimitrii, en lugar de Dmitrii. Él, por su parte, la consideraba de corta inteligencia, estrecha de miras y falta de gracia, por lo que, temiéndola, no le agradaba permanecer en el hogar. Hacía mucho tiempo que había empezado a engañarla con frecuencia, siendo sin duda ésta la causa de que casi siempre hablara mal de las mujeres. Cuando en su presencia se aludía a ellas, exclamaba:
—¡Raza inferior!
Considerábase con la suficiente amarga experiencia para aplicarles este calificativo, no obstante lo cual, sin esta raza inferior no podía vivir ni dos días seguidos. Con los hombres se aburría, se mostraba frío y poco locuaz; y, en cambio, en compañía de mujeres se sentía despreocupado. Ante ellas sabía de qué hablar y cómo proceder, y hasta el permanecer silencioso a su lado le resultaba fácil. Su exterior, su carácter, estaba dotado de un algo imperceptible, pero atrayente para las mujeres. Él lo sabía, y a su vez se sentía llevado hacia ellas por una fuerza desconocida.
La experiencia, una amarga experiencia, en efecto, le había demostrado hacía mucho tiempo que todas esas relaciones que al principio tan gratamente amenizan la vida, presentándose como aventuras fáciles y agradables, se convierten siempre para las personas serias, principalmente para los moscovitas, indecisos y poco dinámicos, en un problema extremadamente complicado, con lo que la situación acaba haciéndose penosa. Sin embargo, a pesar de ello, a cada nuevo encuentro con una mujer interesante, la experiencia, resbalando de su memoria, se deslizaba no se sabía hacia dónde. Quería uno vivir, y ¡todo parecía tan sencillo y tan divertido!
Así, pues, hallábase un día al atardecer comiendo en el jardín, cuando la dama de la boina, tras acercarse con paso reposado, fue a ocupar la mesa vecina. Su expresión, su manera de andar, su vestido, su peinado, todo revelaba que pertenecía a la buena sociedad, que era casada, que venía a Yalta por primera vez, que estaba sola y que se aburría.
Los chismes sucios sobre la moral de la localidad encerraban mucha mentira. Él aborrecía aquellos chismes; sabía que, la mayoría de ellos, habían sido inventados por personas que hubieran prevaricado gustosas de haber sabido hacerlo; pero, sin embargo, cuando aquella dama fue a sentarse a tres pasos de él, a la mesa vecina, todos esos chismes acudieron a su memoria: fáciles conquistas., excursiones por la montaña. Y el pensamiento tentador de una rápida y pasajera novela junto a una mujer de nombre y apellido desconocidos se apoderó de él. Con un ademán cariñoso llamó al lulú, y cuando lo tuvo cerca lo amenazó con el dedo. El lulú gruñó, y Gurov volvió a amenazarle. La dama le lanzó una ojeada, bajando la vista en el acto.
—No muerde —dijo enrojeciendo.
—¿Puedo darle un hueso?
Ella movió la cabeza en señal de asentimiento.
—¿Hace mucho que ha llegado? —siguió preguntando Gurov en tono afable.
—Unos cinco días.
—Yo llevo aquí ya casi dos semanas.
—El tiempo pasa de prisa y, sin embargo, se aburre uno aquí —dijo ella sin mirarle.
—Suele decirse, en efecto, que esto es aburrido. En su casa de cualquier pueblo., de un Beleb o de un Jisdra., no se aburre uno, y se llega aquí y se empieza a decir enseguida: “¡Ah, qué aburrido! ¡Ah, qué polvo!.” ¡Enteramente como si viniera uno de Granada!
Ella se echó a reír. Luego ambos siguieron comiendo en silencio, como dos desconocidos; pero después de la comida salieron juntos y entablaron una de esas charlas ligeras, en tono de broma, propia de las personas libres, satisfechas, a quienes da igual adónde ir y de qué hablar. Paseando comentaban el singular tono de luz que iluminaba el mar: tenía el agua un colorido lila, y una raya dorada que partía de la luna corría sobre ella. Hablaban de que la atmósfera, tras el día caluroso, era sofocante. Gurov le contaba que era moscovita y por sus estudios, filólogo, pero que trabajaba en un banco. Hubo un tiempo en el que pensó cantar en la ópera, pero lo dejó. Tenía dos casas en Moscú. De ella supo que se había criado en Petersburgo, casándose después en la ciudad de S., donde residía hacía dos años, y que estaría todavía un mes en Yalta, adonde quizá vendría a buscarla su marido, que también quería descansar. En cuanto a en qué consistía el trabajo de éste, no sabía explicarlo, cosa que la hacía reír. También supo Gurov que se llamaba Anna Sergueevna.
Después, en su habitación, continuó pensando en ella y en que al otro día seguramente volvería a encontrarla. Y así había de ser. Mientras se acostaba repasó en su memoria que aquella joven dama aún hacía poco estaba estudiando en un pensionado, como ahora estudiaba su hija. Recordó la falta de aplomo que había todavía en su risa cuando conversaba con un desconocido. Era ésta seguramente la primera vez en que se veía envuelta en aquel ambiente.: perseguida, contemplada con un fin secreto que no podía dejar de adivinar. Recordó su fino y débil cuello, sus bonitos ojos de color gris.
“Hay algo en ella que inspira lástima”, pensaba al quedarse dormido.
Dmitrii Dmitrich Gurov, residente en Yalta hacía dos semanas y habituado ya a aquella vida, empezaba también a interesarse por las caras nuevas. Desde el pabellón Verne, en que solía sentarse, veía pasar a una dama joven, de mediana estatura, rubia y tocada con una boina. Tras ella corría un blanco lulú.
Después, varias veces al día, se la encontraba en el parque y en los jardinillos públicos. Paseaba sola, llevaba siempre la misma boina y se acompañaba del blanco lulú. Nadie sabía quién era y todos la llamaban La dama del perrito.
“Si está aquí sin marido y sin amigos, no estaría mal trabar conocimiento con ella”, pensó Gurov.
Éste no había cumplido todavía los cuarenta años, pero tenía ya una hija de doce y dos hijos colegiales. Se había casado muy joven, cuando aún era estudiante de segundo año, y ahora su esposa parecía dos veces mayor que él. Era ésta una mujer alta, de oscuras cejas, porte rígido, importante y grave y se llamaba a sí misma intelectual. Leía mucho, no escribía cartas y llamaba a su marido Dimitrii, en lugar de Dmitrii. Él, por su parte, la consideraba de corta inteligencia, estrecha de miras y falta de gracia, por lo que, temiéndola, no le agradaba permanecer en el hogar. Hacía mucho tiempo que había empezado a engañarla con frecuencia, siendo sin duda ésta la causa de que casi siempre hablara mal de las mujeres. Cuando en su presencia se aludía a ellas, exclamaba:
—¡Raza inferior!
Considerábase con la suficiente amarga experiencia para aplicarles este calificativo, no obstante lo cual, sin esta raza inferior no podía vivir ni dos días seguidos. Con los hombres se aburría, se mostraba frío y poco locuaz; y, en cambio, en compañía de mujeres se sentía despreocupado. Ante ellas sabía de qué hablar y cómo proceder, y hasta el permanecer silencioso a su lado le resultaba fácil. Su exterior, su carácter, estaba dotado de un algo imperceptible, pero atrayente para las mujeres. Él lo sabía, y a su vez se sentía llevado hacia ellas por una fuerza desconocida.
La experiencia, una amarga experiencia, en efecto, le había demostrado hacía mucho tiempo que todas esas relaciones que al principio tan gratamente amenizan la vida, presentándose como aventuras fáciles y agradables, se convierten siempre para las personas serias, principalmente para los moscovitas, indecisos y poco dinámicos, en un problema extremadamente complicado, con lo que la situación acaba haciéndose penosa. Sin embargo, a pesar de ello, a cada nuevo encuentro con una mujer interesante, la experiencia, resbalando de su memoria, se deslizaba no se sabía hacia dónde. Quería uno vivir, y ¡todo parecía tan sencillo y tan divertido!
Así, pues, hallábase un día al atardecer comiendo en el jardín, cuando la dama de la boina, tras acercarse con paso reposado, fue a ocupar la mesa vecina. Su expresión, su manera de andar, su vestido, su peinado, todo revelaba que pertenecía a la buena sociedad, que era casada, que venía a Yalta por primera vez, que estaba sola y que se aburría.
Los chismes sucios sobre la moral de la localidad encerraban mucha mentira. Él aborrecía aquellos chismes; sabía que, la mayoría de ellos, habían sido inventados por personas que hubieran prevaricado gustosas de haber sabido hacerlo; pero, sin embargo, cuando aquella dama fue a sentarse a tres pasos de él, a la mesa vecina, todos esos chismes acudieron a su memoria: fáciles conquistas., excursiones por la montaña. Y el pensamiento tentador de una rápida y pasajera novela junto a una mujer de nombre y apellido desconocidos se apoderó de él. Con un ademán cariñoso llamó al lulú, y cuando lo tuvo cerca lo amenazó con el dedo. El lulú gruñó, y Gurov volvió a amenazarle. La dama le lanzó una ojeada, bajando la vista en el acto.
—No muerde —dijo enrojeciendo.
—¿Puedo darle un hueso?
Ella movió la cabeza en señal de asentimiento.
—¿Hace mucho que ha llegado? —siguió preguntando Gurov en tono afable.
—Unos cinco días.
—Yo llevo aquí ya casi dos semanas.
—El tiempo pasa de prisa y, sin embargo, se aburre uno aquí —dijo ella sin mirarle.
—Suele decirse, en efecto, que esto es aburrido. En su casa de cualquier pueblo., de un Beleb o de un Jisdra., no se aburre uno, y se llega aquí y se empieza a decir enseguida: “¡Ah, qué aburrido! ¡Ah, qué polvo!.” ¡Enteramente como si viniera uno de Granada!
Ella se echó a reír. Luego ambos siguieron comiendo en silencio, como dos desconocidos; pero después de la comida salieron juntos y entablaron una de esas charlas ligeras, en tono de broma, propia de las personas libres, satisfechas, a quienes da igual adónde ir y de qué hablar. Paseando comentaban el singular tono de luz que iluminaba el mar: tenía el agua un colorido lila, y una raya dorada que partía de la luna corría sobre ella. Hablaban de que la atmósfera, tras el día caluroso, era sofocante. Gurov le contaba que era moscovita y por sus estudios, filólogo, pero que trabajaba en un banco. Hubo un tiempo en el que pensó cantar en la ópera, pero lo dejó. Tenía dos casas en Moscú. De ella supo que se había criado en Petersburgo, casándose después en la ciudad de S., donde residía hacía dos años, y que estaría todavía un mes en Yalta, adonde quizá vendría a buscarla su marido, que también quería descansar. En cuanto a en qué consistía el trabajo de éste, no sabía explicarlo, cosa que la hacía reír. También supo Gurov que se llamaba Anna Sergueevna.
Después, en su habitación, continuó pensando en ella y en que al otro día seguramente volvería a encontrarla. Y así había de ser. Mientras se acostaba repasó en su memoria que aquella joven dama aún hacía poco estaba estudiando en un pensionado, como ahora estudiaba su hija. Recordó la falta de aplomo que había todavía en su risa cuando conversaba con un desconocido. Era ésta seguramente la primera vez en que se veía envuelta en aquel ambiente.: perseguida, contemplada con un fin secreto que no podía dejar de adivinar. Recordó su fino y débil cuello, sus bonitos ojos de color gris.
“Hay algo en ella que inspira lástima”, pensaba al quedarse dormido.
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