Aventuras criminales
El Estado no tiene por qué pagar una suma millonaria para liberar a los imprudentes de terroristas, ni otros jugarse el cuello por sacarlas de la cueva en la que se han metido
Seré yo el anómalo, como de costumbre. Sin duda por eso la mayoría de las “iniciativas” actuales me parecen imbecilidades, en el mejor de los casos puerilidades. Muchas son inocuas y por tanto carecen de trascendencia, pero, no sé, me cuesta entender que los “cebos” para recaudar fondos y luchar contra enfermedades consistan en que unos corredores barceloneses hagan una carrera por las vías del metro (donde no hay paisaje ni aire), o en que un montón de celebridades mundiales se echen encima cubos de agua helada. Al parecer, la gente paga por verlo (por qué eso atrae, para mí es un misterio) y así hay más dinero para buscar la cura de no sé qué dolencia. Nada mueve tanto a la solidaridad como las maratones, que se celebran todos los domingos del año, arrebatando así las ciudades a los sufridos transeúntes, que ya no pueden pasear jamás por sus centros en día festivo. A esto se añaden las “diversiones”, fomentadas invariablemente por los ayuntamientos cretinos. ¿Qué me dicen de los llamados “perrotones” –el mero nombre merece castigo–, en que los desconsiderados dueños de perros interrumpen el tráfico para trotar, todos juntos, en compañía de sus pobres y desdichados perros (desdichados por padecer a tales amos)?
Pero hay cosas que sí tienen repercusiones, y que cuestan la vida a otros o se la ponen en peligro. Comprendo que al que no le quede más remedio –admirables corresponsales, médicos, ingenieros, alguien a quien obliga su empresa– viaje a países intransitables y feroces, que por desgracia hoy son muchísimos. Ya me resulta más difícil que haya tantos “cooperantes” y “voluntarios” y miembros de ONGs que, ni cortos ni perezosos, se trasladen a regiones árabes o africanas en las que, por su mera condición de occidentales, pasarán a ser codiciadas presas para secuestros, chantajes y –a la postre– financiación de terroristas. Se sabe que gran parte del dinero del que dispuso al principio el autodenominado Estado Islámico procedía de los rescates abonados por España, Francia, Italia y otros países para salvar a compatriotas rehenes. Es fuerte la tentación de pagar lo que sea (todos los Gobiernos niegan hacerlo, pero los únicos que no mienten son los Estados Unidos y el Reino Unido). Y, sin embargo, con cada cesión se está fortaleciendo económicamente a los terroristas y se los anima a seguir recaudando por el mismo procedimiento. Cada vez que un rehén es soltado, respiramos con alivio y nos alegramos, y no solemos pensar que esa liberación va a suponer más secuestros y más armamento con el que se asesinará a mansalva. Sabiéndose todo esto desde hace tiempo, lo que uno no concibe es que los “cooperantes” no refrenen sus ansias de ayudar en zonas impracticables. Cómo no se dan cuenta de que lo más probable es que les salga el tiro por la culata y, en vez de ser útiles a nadie, se conviertan en un gigantesco problema, para sí mismos y para todo el mundo.
Una característica de estos tiempos es que pocos se piensan las cosas dos veces, antes de hacerlas. “Me apetece esto y, si surge un contratiempo, que me saquen las castañas del fuego”, parece ser la divisa imperante. No quisiera estar en la piel de ese montañero que este verano se rompió un tobillo en los Picos de Europa (creo). Un helicóptero de la Guardia Civil fue a socorrerlo, y sus tres ocupantes se mataron en el intento. Hay autonomías que se plantean, o han aprobado, cobrar a los excursionistas negligentes el costo de sus rescates. Es lo de menos, no todo se puede tasar en dinero. Lo grave es que alguien –y hoy son legión– decida correr una aventura que, en el caso de torcerse, puede poner otras vidas en riesgo, y eso sucede en demasiadas ocasiones. Quizá ese montañero no fue imprudente, o acaso lo fueron los tripulantes del helicóptero (lo ignoro, tal vez todo fue pura mala suerte), pero, si yo fuera él, no podría evitar tener sobre mi conciencia, al menos en parte, la muerte de esos tres guardias civiles. “Si no me hubiera subido al monte”, pensaría, “seguirían vivos esos hombres”. En un reportaje de J.A. Aunión en este diario leo unas declaraciones sobre el “auge” del montañismo: “Además, se observó que, cuando los rescatados eran entrevistados por los medios, no eran conscientes de lo que habían hecho y de lo que había supuesto su rescate, dando una sensación de haber tenido una aventura divertida”. Sin duda habrá numerosas excepciones: gente responsable y preparada, que intentará valerse por sí sola y no subestimará la montaña. “El monte ya no impone respeto”, era sin embargo el titular de esa crónica. Y en ella señalaba alguien: “Antes a la montaña sólo iban la gente de los pueblos y los montañeros federados; ahora va todo el mundo”. Sólo en Cataluña hubo 697 rescates en 2013, una media de casi dos diarios, lo cual parece una locura tratándose de actividades para las que no muchos estarán entrenados. Ese es el problema: hay demasiadas personas que lo quieren hacer todo, estén o no facultadas para ello. Personas maleducadas, imbéciles, criminalmente frívolas a menudo. Nada que objetar a que se pongan en peligro si se les antoja. Eso sí, siempre y cuando asuman que es bajo su responsabilidad exclusiva. Que el Estado no tiene por qué pagar una suma millonaria para liberarlas de terroristas, ni otros individuos jugarse el cuello por sacarlas de la cueva en la que se han metido o del risco al que han trepado. elpaissemanal@elpais.es
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